lunes, 25 de octubre de 2010

Días y noches (VII y VIII)



VII
Hermano, qué alegría hablar con vos. No sabés cómo se te extraña. Volvé y dejá de joder con vivir allá, vení que acá está tu gente, no sabés cómo preguntan por vos, que cuándo viene, que el tipo está loco viviendo allá. Veníte, no sabés la falta que nos hacés, aparte la jodita acá no se compara. Ja, ja, ja. Pero qué guacho, llegaste y la pusiste. Sos un grande. Te entiendo, te entiendo, la mina no es una cualquiera, si vos lo decís debe ser así, pero qué capo, bajás de avión y derecho a la catrera con una mina, después contame cómo estuvo, contame, pero ahora decíme qué tal tus cosas, el laburo, ese país de locos donde vivís, acá se dicen puras boludeces, yo ni pelota les doy. ¿Qué decís, que la mina qué?, es este teléfono que anda para la mierda, sí, te escucho, ¿qué la mina estaba triste?, eh, ¿qué suspira con tristeza?, pará que no escucho, teléfono de mierda, sí, entiendo, que notaste eso, bueno, viste que mucha bola no le doy a eso, somos bien diferente en eso. Ja, ja, ja. Tan poco tiempo, ¿no te podés quedar más?, una semanita no es nada, siempre apurado vos, pero bueno, ahora que llegaste esta noche nos comemos un asadito, vino tinto y que sea lo que dios quiera, lo que dios quiera.



VIII
El sillón del living era ese lugar propio y perfecto. Sentarse, estirar las piernas, recostar la cabeza en un almohadón, Rico dando vueltas sobre su panza, cosquillas y suavidad, dejar que todo pasara a otro plano más etéreo, las responsabilidades y preocupaciones bien lejos, a cientos de kilómetros, vaya a saber en qué planeta.

Rico maulló, movió la cola de un lado para otro y apoyó la trompa sobre su piel. Todavía se sentía caliente y frágil.

Pensó qué hacer. “¿Qué hago, Rico?”.

El gato era un ovillo sobre su vientre. Cerró los ojos, se mojó los labios con la lengua, sentía el sabor de Julio, sus manos acariciando la espalda hasta el cuello, los cuerpos chocando y el placer final en la habitación, donde se filtraba la luz opaca de la ciudad.

Se adormiló en el sillón. En algunas horas ya no estaría allí. Y Rico tampoco.

martes, 19 de octubre de 2010

Blues de la noche mexicana


La lluvia cae fina en San Cristobal de las Casas. Los alrededores silenciosos, las luces colgando del cielo y una calle perdida imposible de encontrar. Nadie sabe bien hacia a dónde vamos. Uno de nosotros tiene el recuerdo de una puerta de madera, un patio, una escalera y algunos cuartos descascarados y repletos de humo. Esa es la referencia y a ese lugar caminamos.

Somos cinco o seis personas, una representación bohemia y chistosa donde las voces españolas llevaban la delantera con sus carcajadas roncas y puteadas esperanzadoras. Hay a un australiano, perdido en el mundo, despeinado, viviendo en la costa mexicana que brilla con la luz del Pacífico. Su cara no es muy diferente a la expresión máxima de Jack Nicholson en El Resplandor. Los argentinos marchamos atrás custodiando las botellas de cervezas.

La calle tiene un nombre que nadie recuerda del todo. Los taxistas nos dicen que es para un lado, pero cuando le preguntamos a otro, con una sonrisa tierna, nos contesta que queda a quince cuadras para el otro lado.

San Cristobal es un capullo templado, repleto de personas que rayan la locura y la responsabilidad, mochileros y aventureros, hippies olvidados, militantes de las bases de apoyo zapatistas, viajeros curiosos, turistas europeos que corona su formación colonizadora sacando fotos a las mujeres indígenas que tejen en las plazas.

Pero esa noche la lluvia... Y el desconcierto.


Las piernas ya no responden. Las cuestas de las calles chiapanecas son empinadas, tranquilas y agotadoras. La cerveza es lo único que reconforta.

Llegamos a una esquina difícil de reconocer. Muchas calles la cruzan y apenas un foquito cuelga de un cable que sale de la oscuridad de la noche.

Miramos para los cotados, hacia arriba, vemos un cartel confundido en la pared sombría de una casa. Encontrar la casa no quiere decir que finalizó la búsqueda. Lo único que tenemos es una puerta verde y el recuerdo de La Abuela, un madrileño destructivo con carcajadas ensordecedoras, panadero de profesión, que en una pierna se tatuó la palabra “si” con fuego. Ese es nuestro guía y todos lo aceptamos con felicidad.

Se escucha un murmullo. Un sonido débil en la noche mexicana. La calle sube y nosotros subimos con la fina lluvia y los pies cansados. Seguimos algún rastro, observamos las casas humildes, el mutismo de la ciudad. Alguien señala una puerta, La Abuela se abalanza y golpea. Nadie contesta. Esperamos y hablamos. La puerta cruje, una cara se asoma y sonríe. Ya estamos adentro, el patio con techo de cielo rodeado de habitaciones. La bienvenida es cálida, afectuosa, despreocupada. Subimos unas escaleras de hierro oxidado. Otra puerta se abre: adentro hay luz amarilla, humo y blues. Saltamos a un tatuador que trabaja sobre la pierna de un muchacho. Los rodean dos chicas, mientras una pareja se besa sobre un colchón en el piso.


Son dos habitaciones repletas de personas. Cruzamos hacia la otra, el cuadro es espléndido: las guitarras sacan blues californiano de sus cuerdas. Una joven flaca se bambolea de un lado para el otro mientras con uno de los guitarristas cantan un estribillo hipnótico: “down by the river side, down by the river side...”. Las sonrisas bailan con la música, las botellas de cervezas no tocan el piso, todos nos acomodamos en rincones, colchones, sillas esqueléticas. Los músicos siguen, son locos sueltos en tierras aztecas: estadounidenses que vinieron en un viaje y nunca pudieron irse, asqueados de los días iguales en el norte, personas sin rumbos que escapan del American Way of Life, desertores de la modernidad, hijos y nietos de Jack Kerouac y Neal Cassady.

La música cesa, la cerveza refresca a los músicos, la bailarina cantante se despide, sus ojos dicen basta, su piel blanca necesita aire fresco y descanso. Uno de los músicos es negro, alguien pregunta quién es, la respuesta es Jimmy, increíble pero real, hace años llegó a Chiapas desde Nueva Orleans, su cara refleja los años, nunca pudo volver, ahora vive sin tiempo ni normas, escribe canciones, apenas habla el castellano, vuelve a rasgar un rock & roll, otro músico se suma, es el joven que se estaba tatuando, demente, canta como John Lee Hooker, las palabras rasposas y tristes, nadie habla, nadie respira, las guitarras se suman, la noche se esfuma por una ventana abierta, la lluvia libera la habitación, una brisa nos pega en las mejillas, nadie se quiere ir, nadie desea que el sol salga solo ese día, nadie trata de salir de esa noche secreta y dulce.

Caracas, 19 de octubre, 2010

jueves, 14 de octubre de 2010

Días y noches (V y VI)


V
Dos días en Argentina y todavía no había podido tomar un cortado. Cuarenta y ocho horas en el país y conocer a Mariela lo había descolocado.

Cuando le dijo al taxista en Ezeiza que lo llevara hasta Congreso nunca imaginó descubrir a Mariela, hablar con ella, invitarla un café (que nunca llegó a ser) y terminar en su departamento, los dos gimiendo y buscando la piel de los cuerpos con desesperación.

Había llegado al país por una semana con una valija pequeña y desordenada, los trámites que tenía que hacer eran complicados y aburridos, y solamente deseaba pasar unas horas en la plaza Primero de Mayo. Más de una vez le habían preguntado qué le gustaba de ese lugar. No lo sabía bien, la plaza no era ni grande ni muy bonita, tampoco demasiado tranquila, por Irigoyen pasaban varias líneas de colectivos, o sea, humo y bocinas, frenadas y una que otra puteada, pero había crecido en esa plaza y tenía buenos recuerdos. Eso decía cuando le preguntaban.

Bajó del taxi, puso la valija en la vereda y vio a Mariela: sentada en un banco, el sol tibio de invierno sobre la ciudad, las piernas cruzadas y en sus manos un libro que no quería leer.

Su cara le pareció hermosa, el contraste de la piel blanco y las pecas que se dispersaban desde la nariz hacia los pómulos, tantas manchitas rojas, su cabello negro y algunos mechones que caían suaves sobre su rostro, entonces ella se transformaba en una noche de cielo peligroso y profundo con luceros en todo el firmamento.

Sintió el impulso de ir a hablar y eso hizo. Le dijo “hola” y se dio cuenta que con la valija parecía un poco extraño. “Ojalá no crea que soy un mormón”. Ella le sonrió y después todo fue conversación y saborear la cadencia de su voz, dulce y a veces imperceptible entre tantos colectivos y Buenos Aires.

El primer beso se deslizó entre palabras y miradas. Después la tarde los contempló mientras se juraban deseos imposibles.


VI
-¿Qué te dijo?

-Eso, que tenía que hablar con nosotros. Nada más.

-¿Lo viste?

-No, no, me dijo por teléfono. No parecía raro, pero él siempre tiene esa voz de medio dormido.

-Andá a saber qué le pasó.

-Mirá, me parece que viene por el lado de Mariela, hace unos días me comentó algo pero por arriba. Nos cruzamos de casualidad en el subte, yo ya bajaba. Hablamos pavadas y cuando le pregunté por Mariela dijo “ahí vamos”, y eso me sonó extraño. Le pregunté si les pasaba algo y me contestó que iban a cambiar algunas cositas. Eso dijo, “algunas cosita”, nada importante. En eso llegamos al Abasto y bajé. Él se iba para la casa.

Caminaban por la Plaza Congreso. Las bandadas de palomas volaban hasta los árboles para después caer en picada sobre algunos niños que tenían las manos llenas de maíz.

-Me preocupa un poco, pero capaz es una boludez.

Cuando llegaron a Callao ambos sintieron que por un segundo cesaban los ruidos de autos, colectivos, motos y personas. Fue un silencio instantáneo, como una gota que cae sobre un ojo: se cierra y se abre en un flash imperceptible.

Se miraron y siguieron por Callao. A lo lejos escucharon una sirena, a la que se le sumaron otras mientras se acercaban al edificio donde Patricio trabajaba.

jueves, 7 de octubre de 2010

Por muchas más Tinísimas


¿Una vida con contradicciones? Sin duda alguna, y qué estimulante es saber que algo se mueve y nosotros estamos montados en esa marea que, en este caso, tiene mucho de política y viajes, de disciplina y amores eternos, donde la utopía de cambiar el mundo mantiene la pulsión a cada minuto. Esto se pude leer en Tinísima, la novela de Elena Poniatowska que recorre la vida de Tina Modotti, militante comunista, amante apasionada, fotógrafa de la realidad de los de abajo.

De su Italia natal a los estudios cinematográficos de Hollywood para luego pasar a un México en plena insurgencia donde las sospechas sobre las injusticias, creadas por un sistema de opresión, se tatuaron en su piel. El amor liberador con el dirigente cubano Julio Antonio Mella y su asesinato a sangre fría, del que fue acusada, manoseada, criticada y denigrada, y su postura incolumne hacia afuera y de frágil pasión cuando el silencio y la soledad la rodeaban; ahí está Tina, sobrellevando los días, protegida por los compañeros y compañeras del Partido, pero tan lejana en muchas ocasiones hasta que la imagen de Mella le devolvía un poco de calor a su cuerpo.

Pero no hablamos del estereotipo de mujer con Tina, sino de una precursora y osada en la libertad femenina. Los desnudos fotográficos, el enfrentamiento a un machismo que se mantiene en México, la independencia de pensamiento y la crítica antes las posiciones más rígidas del comunismo, que no aceptaba que se llevaran chapas a una villa para apaciguar mínimamente el sufrimiento, esas son las posiciones de la protagonista del libro.

Después las persecuciones, la partida forzada de tierras aztecas y los contactos que la llevan primero a Alemania y luego a la Unión Soviética, donde su vida toma nuevos rumbos: el ideal supremo del comunismo se resumía en ese país y Tina no duda en volcarse a las tareas más arriesgadas, pero siempre la contradicción que deriva en crítica o no entendimiento de posturas duras e irreales.

Tina agente secreto, cumpliendo las órdenes, oliendo las fisuras de un proceso revolucionario que cambió el curso de la historia; sus contradicciones otra vez, sanas y constructivas, que buscan siempre superar los errores, pero el poder soviético se cierra cada vez más y las purgas de dirigentes históricos se multiplican y la salida es la Revolución, por eso España, defender la República, combatir cara a cara con el fascismo, derrumbar las convenciones y lograr la liberación.

Tina también acatando las directivas de la Internacional Comunista, ya en México cuadrándose a favor de la expulsión de Diego Rivera del partido, el mismo Diego que la había retratado, tocado y amado. Y la sospecha sobre ella y los interrogatorios soviéticos para “demostrar” la fidelidad a José Stalin, pero el cerco se cierra y Francia parece la escapatoria y después España, la Guerra Civil con Tina en las trincheras combatiendo el fascismo, y la vida se le va entre bocanadas de humo de todos los cigarrillos fumados y la desesperada convicción de cambiar al mundo desde su raíz.

Caracas, 7 de octubre, 2010