lunes, 27 de diciembre de 2010

De cómo el doctor Hamilton se cobra la deslealtad


(Hace tiempo atrás me comentaron algunos pasajes de la historia del doctor Hamilton. Una personas misteriosa y despiadada, que vivía -o vive todavía- en el más cerrado de los secretos. Me llegaron algunos papeles dispersos de su trayectoria, repudiable desde principio a fin. Traté de seguir su pista, pero esto siempre se trasformó en un camino intrincado y peligroso. Acá dejo algunas líneas sobre un hombre que aterró a una ciudad y sorteó con suerte -hasta hora- decenas de acciones armadas que buscaban eliminarlo en un acto de suprema justicia).

Cuando Donsel llegó al instituto la suerte estaba echada. Lo esperaba su maestro y mentor, que había depositado demasiadas esperanzas en el entonces joven y promiscuo científico. Pero el tiempo muchas veces barre con todo, y en este caso lo que había desaparecido era la lealtad y el cinismo que siempre reclamaba el doctor Hamilton.

La locura -fuente principal de creación del doctor- se esfumó en Donsel, que ya no quería saber nada más con la ciudad, con las noches de experimentos y las mañanas de sueño perpetuo.

Hamilton había creído en ese muchacho como nunca antes había creído en nadie. Una de las características que definían la personalidad del doctor, además del desquicio y la impunidad, era la desconfianza absoluta de todo ser humano que lo rodeaba. Así lo aseguró años atrás su biógrafo, que apareció fondeado en el río Paraná.

Todavía se conocía poco de la historia real de Hamilton en Bucaramanga City y su existencia era un mito escalofriante, escondido entre las calles húmedas y los suburbios de asesinatos diarios.

Donsel estaba terminado. Hundido en los pensamientos continuos de Hamilton, esa era su carta de bienvenida al infierno. Había cometido un pecado supremo: dar a conocer rasgos de la vida y obra del doctor. Cuando las anotaciones en el diario personal de Donsel llegaron a los oídos de Hamilton, la tumba ya estaba cavada. Los experimentos con personas, las teorías neo nazis que sostenía el doctor y el financiamiento que recibía de la CIA y de grupos de extrema derecha del mundo, no hicieron dudar a Hamilton sobre el futuro de su alumno.

Subió las escaleras del instituto, caminó por el pasillo frío y de pisos de mármol; entró al laboratorio. Hamilton lo saludó mientras el aprendiz le daba la espalda. Después todo fue una simple carnicería que se sumó a la historia secreta del doctor Hamilton.

(Caracas, octubre 2010)

viernes, 24 de diciembre de 2010

Después de la puerta


La puerta siempre está abierta. Las estaciones del año pueden llegar a sus extremos insoportables, pero la puerta sigue abierta. Para entrar hay que subir dos escalones, comenzar a respirar el humo del tabaco, sentarse en alguna de las mesas, mirar hacia el mostrador-heladera de madera y estaño, esquivar la mesa de pool para ingresar al baño por una puerta de dos hojas al fondo del bar. Detrás hay un patio de baldosas grises, con otra mesa de pool que la carcome el tiempo y un alero de plástico agujereado que no cubre todo el cielo y nunca resiste las lluvias.

Detrás de la heladera-mostrador, sobre la pared, hay un almanaque de 1980 con la figura de una modelo imposible de recordar, una vitrina sucia con botellas y cajas de cigarrillos antiguas, y varios azulejos quebrados.

El Máquina saluda y su voz es un V8 acelerando. Los rastros de la mala vida, como decimos nosotros, están marcados en cada parte del cuerpo de ese hombre. Su cara son grietas, arrugas y desolación. En los brazos los tatuajes se desparraman con imágenes imposibles de descubrir. Todos sabemos que su vida fue miserable y que ahora simplemente deja que llegue a su final. No lo admiramos, ni respetamos, pero tememos reconocer que en ciertas cosas caminamos por las mismas veredas.

En nuestra mesa ya hay vasos con cerveza y vino, un mazo de cartas, un platito con maní, atados de cigarrillos, carcajadas y suspiros.

Nos encontramos en ese momento de la madrugada, donde algunos puntos del horizonte comienzan a clarear y la ciudad se suspende en silencios profundos y pacíficos. El otoño trae buenos vientos frescos.

Daniel dice “otra vez acá”. Sabemos muy bien qué significan esas tres palabras. Creo que a estas alturas las disfrutamos. Y dejamos que la noche continúe.

(23 de diciembre de 2010, Caracas)

miércoles, 22 de diciembre de 2010

En el bar con Mudy


Encontrábamos a Mudy todas las noches en el bar de El Máquina. Acodado en la barra, con un vaso de whisky y un cigarrillo siempre humeando. Había noches donde las palabras estaban de más. Silencio y alcohol. Eso me dijo Fernando un día que llegamos de madrugada, sin saber a dónde ir, pero siempre teniendo presente que ese bar nunca cerraba sus puertas. 

Las historias de ese lugar eran oscuras, complejas para entender, un tanto extrañas y hasta podían aparecer relatos donde contactos con extraterrestres no sorprendían, sino que confirmaban que no vivíamos solos en el mundo.

El Máquina estaba perdido. Los que aterrizábamos en su bar tardamos poco tiempo en darnos cuenta de esto. Al principio sus palabras eran graciosas y hasta interesantes. Después aburrieron y al final comprendimos que ese hombre, que casi todas las noches se acostaba con jóvenes interesados en nuevas experiencias, tenía mucho de tristeza y dureza. Alguna vez quiso ser policía, y lo peor fue que lo logró. Duró algunos años con uniforme, y entre la cocaína y el alcohol terminó con un sumario interno y en la calle. Abrir un bar, creo, fue una prolongación de su vida.

Pero Mudy no parecía tranquilo esa noche. Nosotros nos sentamos en una mesa junto a la ventana, pedimos cervezas, mientras en el centro del bar dos viejos mataban horas jugando al pool. No habían pasado ni diez minutos cuando Mudy salió a la calle. Cuando escuchamos el tren ya era tarde. Al lado del bar, las vías se resistían a desaparecer y la noche estrellada dejaba caer una brisa cálida. Todos salimos a la calle. El tren todavía intentaba detener su marcha. Algunos vomitaron, otros miramos un instante y llevamos nuestros ojos al asfalto gris.

Al otro día el bar estuvo cerrado hasta la noche. El aire pesado y el humo de los cigarrillos fueron los mismos que antes, aunque Mudy ya no estuviera.

(22 de diciembre de 2010, Caracas)

jueves, 16 de diciembre de 2010

“Un simple trabajador”


(Entrevista realizada al escritor Haroldo Conti el 15 de junio de 1975 por los periodistas Heber Cardoso y Guillermo Boido, con motivo de la aparición de su libro de cuentos “La balada del álamo carolina”. La charla fue publicada en el diario La Opinión. Conti fue militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) de Argentina y desaparecido por la dictadura militar el 5 de mayo de 1976. Nacido en la ciudad bonaerense de Chacabuco en 1925, Conti fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía y guionista. Comenzó escribiendo teatro: Examinados (que fue seleccionada en 1955, para ser leída en el teatro Odeón). En 1960 su cuento “La causa” obtuvo una mención en la edición en español de la revista Life y dos años después Fabril Editora premió su primera novela, “Sudeste”, a la que le siguieron “Alrededor de la jaula” -1966, llevada al cine en 1977 por Sergio Renán con el título Crecer de golpe-, “En vida” -1971- y “Mascaró, el cazador americano” -1975, Premio Casa de las Américas- y los libros de cuentos “Todos los veranos” -1965-, “Con otra gente” -1967- y “La balada del álamo Carolina” -1975-).


-¿Cómo Haroldo Conti vino a resultar un escritor?

-Habría que contar la historia de uno mismo. La cosa empezó de esta manera. Yo era alumno de una escuela de pupilos. En aquel tiempo no había cine, y reemplazábamos esa diversión dominical con unas funciones de títeres. Yo me ocupaba de escribir los libretos que, como en todas las seriales, se acababan en el momento de mayor suspenso y se continuaban en el próximo domingo. Así nació en mí una parte de esa vocación por la literatura.

La otra parte se la debo a mi padre. El siempre fue un gran cuentero y lo es todavía. Es un hombre de pueblo que cuenta y cuenta cosas como toda la gente de pueblo, que a veces no tiene otra cosa que hacer. Mi padre era un viajante, un tendero ambulante y yo salía a recorrer el campo con él; se encontraba con la gente y antes de venderle nada se ponía a charlar y contar cosas. Así recibí ese hábito de contar oralmente.

Un día en el colegio de curas donde estudiaba, se me ocurrió escribir una novela misional, sobre aventuras de misioneros en tierras extrañas. La novela se llamaba Luz en Oriente. No me acuerdo si la terminé. Así fue naciendo la cosa. Después ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras y hubo una época de silencio en la que me dediqué a estudiar y, voluntariamente, dejé todo ese tipo de inquietudes. Por ese camino acabé siendo un triste profesor de escuela secundaria. Hace veinte años que enseño latín. Después se me dio por el teatro. En aquella época estaban en boga los teatros independientes. La experiencia fue dramática: en esa época la Municipalidad de Buenos Aires había organizado jornadas de teatro leído en el Odeón. Se seleccionaban obras de autores noveles y se leían al público. Lo lamentable era que el público estaba constituido por aquellos que habían sido rechazados en el concurso. En cuanto los actores comenzaban con el parlamento, los del público, que estaban con una bronca negra, se levantaban y empezaban a despotricar contra la obra. Y eso fue lo que me pasó a mí y me borré para siempre del teatro. Por aquellos años conocí el Delta, uno de los metejones de mi vida, me dediqué a construir un barco, me fui metiendo muy adentro de un determinado mundo, fui conociendo la gente de la costa, los isleños, la gente de barcos. Y con toda naturalidad, mientras construía ese barco, surgió Sudeste. Así empezó todo.

-¿Sudeste es para usted su novela más importante?

-Es quizá la novela mía que más ha importado. Pero cada novela mía es un pedazo de mi vida, son vidas que he vivido con la misma intensidad con que se vive una vida. En la medida en que quiero esas vidas, quiero esas novelas. Ustedes saben que yo tengo un especial cariño por Alrededor de la jaula, a diferencia de lo que muchos lectores opinan.

-Una vez usted dijo que En vida clausuraba una etapa de su obra.

-En parte sí. En el sentido de que me ayudó a superar esa crisis. Pero, además, hubo otras influencias literarias vitales. Viajé dos veces a Cuba y esa fue una experiencia decisiva. Creo que Mascaró y La balada del álamo carolina, las obras que aparecerán dentro de poco, son el resultado de esas influencias.

-¿Le hace feliz escribir?

-En absoluto. Es un gran dolor, un gran esfuerzo, inclusive físico. Me crea problemas personales, de relación; me vuelvo huraño, fastidioso. Escribo porque no tengo más remedio. Escribo o me muero. Es como estar embarazado, supongo. Después uno pare y se acabó. Se siente mejor, más aliviado.

-Cuando escribe, ¿piensa especialmente en algún tipo de lector?

-No lo sé bien. Faulkner, que tenía un concepto machista del asunto, decía que uno escribe para las mujeres. Yo vengo del cine, hago cine; como novelista me importa mucho precisar imágenes, formas, colores, sonidos, músicas. Incluso suelo pensar mis novelas en secuencias, no en capítulos. Bueno, a veces trato de imaginar a ese lector prototípico para el que escribo. Pero nunca puedo precisar del todo sus riesgos, su condición social, sus exigencias para conmigo. Quizás poco antes de morir venga y me diga: "Estuvo escribiendo para mí". Va a ser una experiencia interesante.

-¿Cómo llega a saber si un tema se convertirá en cuento o novela?

-No lo sé realmente, pero lo intuyo. Sé instintivamente cuándo un tema da para un cuento y otro para novela. La cosa es inapelable. Si una cosa se me da para cuento es inútil que la fuerce como novela. Son técnicas totalmente distintas; incluso mi estado de ánimo es totalmente distinto cuando escribo una novela. La novela es como una vida que tengo que vivir. En cambio si un cuento no lo escribo inmediatamente, de una vez, se me madura interiormente y después no me dice nada; ya me lo conté a mí mismo y ya no lo sé contar de otra forma. Se me maduró demasiado, se me pudrió. Tengo que estar dos días sobre la máquina y el cuento sale.

-A lo largo de su oficio se habrá preguntado muchas veces para qué sirve escribir.

-Por supuesto. Uno se pregunta si no es una tarea inútil la nuestra, eso de escribir fatigosamente, de atornillarse a una silla sin saber si vamos a trascender ese acto individual y llegar a un público. A veces ocurre que las ganas de escribir son como una enfermedad y uno escribe para curarse. He dicho muchas veces que yo no escribo la Historia sino las historias de las gentes, de los hombres concretos. Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría decirles más: creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo, contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión, diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo.

Eso se ve claramente en Mi vida, que es un claro rescate del pasado. En esa novela puse a Alan Crosby, mi amigo del Tigre y lo llamé Paco. En la vida real, Alan Crosby no se salvó, ahí anda, borracho perdido. Yo quise rescatarlo en Paco, en esa figura literaria. Y en Mascaró, mi nueva novela, y en los cuentos que escribí en estos últimos tiempos incluyo abiertamente a mis amigos, a la gente que quiero. En Mascaró, por ejemplo, casi todos los personajes fueron elaborados a partir de amigos míos: Tony Beck, el Nene Bruzzone, el Capitán Alfonso Domínguez que murió hace años pero yo lo conservo vivo en esa novela, incluso le he dado un poco más de vida de la que tenía en la realidad. Es una manera de compartirlos con todo el mundo. Acabo de dedicar un cuento a mi tía Haydée, que representa mucho para mí; y pongo "A mi tía Haydée para que nunca se muera". Sé que ese cuento, de alguna manera, en alguna biblioteca va a sobrevivir y que de acá a cien años alguien va a abrir ese libro y ella va a estar viva, porque ahí en ese cuento la dejé viva para siempre. También yo me siento vivo en alguno de esos personajes, Oreste, por ejemplo, el protagonista de En vida.

-En alguna ocasión ha dicho que con En vida había terminado haciendo una literatura muy "individualista". ¿Qué significa eso?

-Simplemente que estaba contando el drama de un pobre tipo y no el de un pueblo. La novela apareció en momentos en que en nuestro país ocurrían hechos sociales de enorme importancia. Algunos me acusaron de dar la espalda a la realidad del país; otros dijeron que la novela era francamente reaccionaria, porque yo me ocupaba de un problema individual en plena dictadura. A muchos amigos uruguayos, por ejemplo, la novela no les dijo nada, ellos estaban inmersos en el clima político de su patria, en la efervescencia militante. No fue así en España; claro, allá estaban en otra cosa. Pero creo que hay tiempos y estados de lectura, y con En vida sucedió esto: el tiempo de lectura no coincidió con el tiempo social. Tal vez más adelante pueda ser evaluada como hecho literario y no como desfasaje entre ambos tiempos.

-¿Para qué sirve, desde el punto social o político, contar el "drama de un pobre tipo"?

-A veces se habla de compromiso únicamente en términos políticos, como si el escritor debiera ser solamente el portaestandarte de una causa política. Uno se puede comprometer con un sistema político, pero también con un drama individual, por ejemplo el de un hombre que padece un cáncer o un drama amoroso. El hombre en su totalidad es una causa. Mucha gente habla de revolución y olvida que las revoluciones las hacen los tipos concretos. En En vida quise hacer la radiografía de un hombre del montón, jodido por esta sociedad, castrado en sus posibilidades de elegir.

Lo que algunos no vieron es que Oreste termina por hacer su elección, y eso está dicho explícitamente en el último párrafo. Hay en el protagonista una revolución interior, un cambio de actitud vital. Es el problema moral por excelencia: el de la libertad. Y es que la revolución empieza en el individuo, no se impone por decreto. Si en mi obra reciente, creo, aparece un mayor compromiso con lo social, eso ocurrió por añadidura, y me alegro. Pero no me lo propuse ex profeso. Por ejemplo, en uno de los cuentos, "Mi madre andaba en la luz", traté de contar el drama de un pueblito, Warnes. Sin abandonar mi tono, mis climas anteriores. Sigo creyendo que es una torpeza fijar de antemano el tipo de literatura que uno debe escribir. No puede haber otra preceptiva más que la que surge de la honestidad consigo mismo.

-Hay una polémica muy actual acerca de la condición del escritor. ¿Se considera un trabajador?

-Sí, acepto ese término.

-¿Aun en esta sociedad burguesa?

-Claro. Y creo que un trabajador no tiene privilegios en mérito a la función que cumple. Niego esa aureola, esa condición de aristócrata con que se han revestido muchos escritores burgueses. ¿Qué diferencia hay entre lo que hacía mi abuelo, que era carpintero, o mi padre, un tendero y vendedor ambulante, y lo que yo hago? Mi abuelo manejaba el serrucho y la garlopa; yo manejo mi máquina de escribir, mis ideas y un lenguaje. Ni siquiera estoy exceptuado del esfuerzo físico. No quiero que mi oficio me destaque o jerarquice: como dice Mario Benedetti, "no hay prioridades para el escritor". El único privilegio al que puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o mecánicos me reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podrá decir "mi orgullo es ser albañil", yo diré "mi orgullo es ser escritor", el de construir historias tal como el albañil construye casas.

-¿Pero, en esta sociedad, acaso el escritor es tan explotado como un albañil?

-La explotación se manifiesta concretamente en la lucha diaria para sobrevivir. Hablo de la Argentina, caso que conozco bien. A los escritores nos trampean, nos amarran con contratos leoninos (si es que nos publican), nos arreglan con el famoso diez por ciento de tapa, no podemos controlar las ediciones ni los volúmenes de venta. Y los contratos son puramente formales. ¿No es una explotación como cualquier otra? Y no me pregunten si puedo vivir de la literatura de este modo. Está claro que no. Miren mi caso personal; tengo seis o siete premios internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los doscientos mil pesos mensuales que gano como profesor de latín en una escuela secundaria. Otros halagos económicos no tengo. Me gusta viajar. Creo que para mi oficio es imprescindible conocer lugares y gentes. Viajaría eternamente, pero los viajes me los tengo que financiar yo, generalmente. De modo que un viaje hacia lo desconocido y maravilloso puede ser irme a mi pueblo, a doscientos kilómetros; es toda una hazaña, pero cuesta muchos pesos. Por eso es que no me queda más remedio que vender mi obra y discutir el precio.

jueves, 2 de diciembre de 2010

“Walsh incurre en un enfrentamiento concreto con la sociedad”


(Después de buscar y revolver viejos papeles, encontré esta entrevista que le realicé a David Viñas en 2003, publicada en el periódico de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y en www.indymedia.org. Muchas veces había pensado qué preguntarle a Viñas en una entrevista. En ese momento no podía creer que en el café de la librería Losada, en avenida Corrientes, uno podía ver a Viñas casi todos los días. Y entonces me animé, entré, lo saludé y le pregunté por una entrevista. Me dijo que sí, que al otro día pasara. La idea de preguntarle sobre Walsh surgió luego de leer su ensayo “Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra”. Los libros de Viñas que había leído hasta el momento me habían descolocado, en el mejor sentido del término. Los hombres y las mujeres que aparecían en esas páginas eran duramente cotidianos y sus contradicciones descarnadas. La denuncia no estaba en una nebulosa, sino que se inscribía dentro de una literatura que pocas veces se repitió en Argentina. A veces pienso si admirar o tener cierta devoción por personajes o artistas es peligroso. En el caso de Viña, estoy completamente convencido que no).

Al mediodía, el asfalto de Buenos Aires despide un calor insoportable. Autos, colectivos, cientos de personas tratando de esquivar el aire pegajoso de Avenida Corrientes. Sentado en la mesa de un bar, encorvado sobre el diario La Nación está David Viñas. Digo, David Viñas: intelectual crítico, tal vez el más lucido del país. Viñas: una especie de vikingo con cabellos y bigotes blancos que se enfrenta contra los discursos establecidos desde lo más alto del poder.

Sobre la ciudad va cayendo un telón gris y negro. El cielo anuncia lluvia. “¿Quiere tomar algo?”, dice, la voz áspera, un poco ronca. Dejando de lado el matutino de los Mitre, pregunta sobre qué vamos a hablar. Walsh, le digo. “Rodolfo, muy bien”, contesta. Y comienza a recordar cómo lo conoció, en una librería de calle Talcahuano en donde trabajaba su compañera, Piri Lugones: “Allí aparecía Rodolfo, no con mucha frecuencia, pero aparecía”. Viñas habla sobre la relación entre ellos, de un viaje a una isla del Tigre, de las noches en donde Walsh recitaba a Shakespiere: “Él, cuando se tomaba unos whiskys empezaba a recitar Shakespeare de memoria. Una maravilla. Tenía muy buena formación clásica en materia literaria. Él hablaba de Shakespeare, entendámonos”.

Afuera caen algunas gotas, la gente sigue caminando y la humedad se nota en los rostros. Viñas pide un café. Le pregunto sobre los primeros cuentos policiales de Walsh: “Él venía de una perspectiva muy tradicional, católica, nacionalista. En realidad, hizo el movimiento inverso a eso que se llama el teorema de Jaureche: venía de la derecha y se corrió cada vez más a la izquierda. En el terreno de la literatura venía de hacer colaboraciones, fundamentalmente traducciones. Era un buen traductor. Yo conocía en ese momento ‘Variaciones en rojo’. Eran unos cuentos muy bien armados, pero más que tradicionales, incluso convencionales. Quiero decir, era el estilo de novela policial británica. Empiezan siempre con alguien que está muerto, entonces se comienza a averiguar quiénes son los posibles asesinos. Pero eso se iba corriendo aceleradamente”.

David Viñas hace pausas, piensa las palabras y comenta lo que para él es el mejor cuento de la obra de Walsh: “Nota al pie me parece uno de los mejores cuentos de la literatura argentina. Y con esto qué quiero decir: es un cuento internacional, corre en cualquier lado como un gran cuento”. Viñas compara “Nota al pie” con “El Aleph”: “Borges hace una especie de parodia y la referencia es casi lugoniana, porque es el escritor que quiere escribir un poema sobre todo. Y la verdad que eso es fácil. En cambio, lo de Walsh no. Hay una dramaticidad en el personaje, que es un antihéroe. Por eso digo: 'Nota al pie' me parece el cuento que marca la posibilidad, de hecho lo es, de trascendencia de la literatura borgeana”.

En la obra de Walsh se puede encontrar lo que David Viñas define como “economía de palabras”. O sea: un lenguaje llano, sin vueltas ni confusiones, pero que a su vez denuncie de forma precisa y concreta. “Él de eso sabía mucho -dice Viñas- Era un tipo que ya tenía incorporada una práctica del trabajo literario, un refinamiento literario. Es decir, no escribía a la bartola”.

Ahora enciende un cigarrillo y pregunta si está claro lo que dice. Le pido que explique cómo es el camino que recorre Walsh desde “Operación Masacre” hasta la “Carta Abierta a la Junta Militar”.

“Operación Masacre -responde- es la mutación de la tradición de la novela policial inglesa a la novela negra norteamericana. Ya no es un detective que va a descifrar un solo asesinato y va a encontrar un responsable del asesinato. En la novela negra norteamericana es toda la sociedad la responsable. Quiero decir con esto: en la novela policial británica no hay riesgo, el espacio de la la novela policial británica es el home, un espacio cerrado. En la novela negra norteamericana se corre el riesgo de que la sociedad que sirve de contexto a ese relato, que está aludida o presente, no sea tan condescendiente con un autor que va descubriendo quién es el responsable o qué cosa tiene la responsabilidad de una muerte. Ahí recuperaríamos la continuidad a partir de lo imaginario, de la literatura, lo simbólico de la literatura. Finalmente, Walsh incurre en un enfrentamiento concreto, histórico con la sociedad, cuyo último capítulo sería la carta a la Junta Militar”.

El mercado de los prestigios, según Viñas, es donde compiten los intelectuales de hoy. Dice que Walsh no es parte de ellos.“Hoy, por ejemplo, con López Murphy –Viñas mira La Nación, la manosea- hay una secuencia de intelectuales que apuestan a la mano de este señor que es un reaccionario. Y ahí vemos a quién: a Aguinis, a Kovadloff, incluso a Sebreli que todavía se reivindica marxista. De marxista no tiene nada, es un señor que apuesta a la mano de uno, si no el más reaccionario, que se superpone un poco con Menem. Es decir, terminan como escribas del sistema. Todo lo contrario de Walsh, que es un cuestionador muy lúcido, muy sistemático, que no bartolea, que busca datos concretos”.

David Viñas apaga el cigarrillo y pasa una de sus manos por los bigotes. Le pregunto cómo rescatar del encasillamiento de literatura clásica la obra de Walsh: “El sistema, lo que se llama establishment, por su misma estructuración y dinámica interna, permanentemente intenta incluir, anexar, englutir a cualquier tipo de intelectual. Con el caso de Walsh también. Quiero decir: no descarto que un diario como La Nación lo vaya incluyendo por lo que les suena a más clásico. Es una forma de incluir, desde el poder cultural del sistema, a cualquier intelectual o escritor crítico”. Y concluye: “para contrarrestar esto hay que tener un contra sistema, una organización política que permita, sistemáticamente, establecer las diferencias y las distancias que existen entre la cultura institucional y la cultura crítica. Hay como intentos, hay formaciones, pero están todas en estado coloidal”.

El cielo gris ahora se mantiene inmóvil. La humedad, a esta altura de la tarde, anuncia que la lluvia es inevitable. David Viñas pregunta “¿Algo más para decir?” y, como hace un rato, vuelve la mirada hacia el diario La Nación.

(Buenos Aires, algún momento de 2003)