domingo, 26 de septiembre de 2010

Días y noches (III y IV)


III
Antes que el vidrio estallara, Lourdes miró hacia el escritorio donde todas las mañanas Patricio se sentaba hasta las cuatro de la tarde. El trabajo de oficina apestaba. Lourdes lo sabía y, con sus pocos años, oscilaba entre resignarse o renunciar.

Patricio era alto y algo robusto, el cabello castaño y ondulado, una espalda ancha que ella soñaba durante las noches. Era cordial, aunque un poco retraído. Nunca lo había visto reír; simplemente sonreía. Nunca una carcajada estridente, apenas una sonrisa sincera y blanca.

Lourdes soñaba con él. Y algunas noches no podía frenar el éxtasis que le despertaba imaginar a Patricio sobre su cuerpo. Al principio sentía pudor o vergüenza, pero con el tiempo dejó los cuestionamientos de lado y se regaló el placer de cerrar los ojos, liberar su cuerpo desnudo en la cama y dejar que sus manos bajen por los pechos hasta el vientre, los dedos humedecidos mientras la transpiración cubría las axilas y las piernas hasta multiplicarse en sus nalgas.

Con Patricio conversaban a menudo, pero nunca se animó a dar otro paso. En ocasiones pensó que él no tenía más intenciones que una amistad laboral. No lo podría saber jamás, porque ahora Patricio caía directamente hacia la avenida en plena mañana.

IV
El ruido estrepitoso del cuerpo perdiendo la vida contra el techo de un auto lo hizo saltar del susto.

“La puta madre que lo parió”, dijo Oscar Benítez, taxista, nacido y criado en el barrio de Flores.

Se le congeló la espalda y la piel pasó del rosado al blanco en menos de un segundo.

Esperaba que las filas de autos avanzaran por Callao cuando una persona reventó a su lado, ventanilla de por medio. Oscar miraba hacia delante tratando de descubrir las razones del embotellamiento. Justo en ese momento el cuerpo cayó del vacío sobre el auto que estaba a su izquierda y los pedazos de vidrios se dispararon como balas.
Mientras observaba el cuerpo salpicado de sangre, le agradeció a dios tener las ventanillas del taxi cerradas.

“Es un pibe. ¿Qué mierda le pasa a estos pendejos?”, pensó.

Hacía un rato había llevado a una chica hasta la terminal de Retiro. Tenía la cara triste y le preguntó qué le pasaba. La chica dijo pocas palabras, algo sobre un dolor profundo y un viaje para escapar y olvidar.

Oscar avanzó unos metros y estacionó el taxi. Sabía que no podía hacer nada. El muchacho estaba muerto y la chica lloraba en un colectivo que viajaba al sur.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Días y noches (I y II)



I
La cara se recorta sobre el cielo. Un horizonte de fondo azul y mar; el telón está manchado por algunas nubes blancas. Son como humo, o pinceladas dispersas y desparejas.

¿Será La Habana? Demasiados edificios para ser cierto. Por suerte.

Ese día se siente linda. Tiene un pañuelo de seda con colores mezclados que le cubre parte del cabello. Respira profundo. La brisa del mar la inunda. Apenas hace calor.
Cuando las olas rompen contra el malecón una lluvia fría y fresca la cubre, la refresca. Sobre todo en su cara.

Deja los ojos fijos en el mar. En el cielo las gaviotas planean y luego caen en picada rozando el agua. Ese movimiento la despierta, entonces sus ojos observan un punto perdido en el horizonte. Ella también se deja caer como las gaviotas, pero penetrando en el mar, sintiendo el agua que la hace olvidar para siempre.



II
¿Hacía cuánto tiempo no tomaba un cortado? ¿Tres o cuatro años? Por eso pidió el primero y lo bebió en un instante. Le hizo señas al mozo para que trajera otro.

Buenos Aires era distinto en invierno. Aparte del lugar común de que sus calles eran más grises que en cualquier otro lugar del mundo, él notaba que los sonidos de la ciudad se escuchaban lejanos. Eso siempre le sucedía en invierno. Como ahora, mientras tomaba el segundo cortado sentado contra una de las ventanas del bar Los Galgos. Si observaba hacia Callao, la media mañana era un amontonamiento de autos y colectivos, gente abrigada que caminaba ligero, las palomas picoteando en las cornisas de los viejos edificios.

Y los ruidos a lo lejos. El 37 frenaba, arrancaba, esquivaba una moto, y el escándalo de los frenos y cambios mal metidos eran un susurro que llegaba al bar y no molestaba a nadie. Así disfrutaba los inviernos de Buenos Aires.

Ya no se podía fumar en lugares cerrados, entonces le pidió al mozo la cuenta, pagó y se levantó con la idea de ir hasta la Plaza de los Dos Congresos. El sol y el frío lo acompañarían mientras fumaba.

Antes de salir del bar pudo ver el cuerpo cayendo desde un edificio y el estruendo cuando se estrelló sobre el techo de un auto. Ese sonido no era como los demás. Lo escucharía durante mucho tiempo.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Tras los pasos de Hemingway en Cuba



El camino está rodeado por arboledas altas y frescas. Al final se ve una casona de colores claros, con una escalinata y a un costado un mirador. Durante más de veinte años, en ese lugar Ernest Hemingway escribió y vivió, hasta tomar la decisión de terminar con sus días de un escopetazo.

En San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana, la finca El Vigía se mantiene intacta, con todas las obsesiones del escritor, como si todavía caminara entre la brisa y debajo del intenso sol cubano.

Desde ese lugar, el hombre que Gabriel García Márquez describió como “enorme y demasiado visible”, pero de “caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas” se trasladaba hasta La Floridita o a La Bodeguita del Medio a compartir mojitos y charlas.  



Tal vez esa casa, que ahora es un museo, resguarde no sólo la memoria del Hemingway más conocido, sino algunas de sus costumbres y preferencias. Es verdad que el escritor norteamericano dejó en su obra las debilidades que se esparcen por El Vigía.

En las paredes cuelgan grandes afiches de corridas de toros, donde se anuncia: “Toros en Quintanar de la Orden. Grandiosas ferias y fiestas”; en el living, donde los ventanales hasta el techo dejan entrar el sol del mediodía, se observa un cuadro con colores difusos de un torero esquivando al animal. En ese mismo espacio, una mesa sostiene veinte botellas, donde sobresale el ron, y tres vasos. Alrededor, revistas y sillones intactos. Pero lo que se repite en todos los ambientes son las bibliotecas repletas. Hasta en el baño una pequeña estantería sostiene libros de las más variadas temáticas.

Si en sus cuentos pudo describir con precisión cómo era una jornada de cacería en África, en la casona donde vivió desde 1939 hasta 1961 están esos animales que ocupan más de una página en sus libros: cabezas de venados, pumas y búfalos disecados adornan los ambientes.



Quizá el lugar donde se resumen todas sus preferencias es un escritorio donde reposan una lupa, sus anteojos redondos y pequeños en el estuche, papeles y anotaciones, una fila de animales de la selva tallados en madera, y balas y cartuchos, objetos que esperan que alguien los observe diferentes, como hace años atrás.

Los rastros de Hemingway siguen cada paso dentro de El Vigía. Al subir al primer piso del mirador, se recuerda su relación con el mar y la pesca. Una serie de fotos lo demuestran: de niño, con una caña y un cesto; en su adolescencia, frente a una mesa repleta de pescados; en la década del 30, su cuerpo junto a un tiburón que lo sobrepasa y que cuelga boca abajo en un muelle; en la década del 50 y 60, montado a su barco, Pilar, en mares caribeños tratando de atrapar una presa. Desde la finca, Hemingway se trasladaba a Cojímar, un pueblo de calles oscuras y tranquilas cercano a La Habana, para internarse en el mar, pero también para hablar con los pobladores e imaginar lo que luego sería la novela “El viejo y el mar”.

Al otro piso del mirador, Hemingway lo utilizaba para corregir sus escritos y para observar desde un telescopio los confines del cielo. Hay una máquina de escribir Corona y otra biblioteca, con la característica particular de que todos sus libros son sobre guerras. Una señora dice que a ese sitio el escritor se dirigía cuando su casona estaba repleta de sus amigos toreros y actores, aunque recuerda que dentro de ese grupo estaban excluidos los escritores. La señora ríe y deja la duda flotando en el aire.



¿Cuáles serían los densos nubarrones que el escritor tendría en su mente, luego de ganar el Premio Nobel de Literatura, del éxito y la fama, de saberse maestro de generaciones enteras, y de ser protagonistas de hechos históricos y aventuras por diversos países, para dejar la paz de El Vigía y dirigirse a la muerte?

“Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, solo la muerte puede ponerle fin”, dijo en algún momento, dejando acaso una pista de su final.

Si bien Hemingway vivió en Cuba durante los tiempos de dictadores sostenidos por Estados Unidos, no dudó un instante en saludar y hacer declaraciones a favor de la revolución encabezada por Fidel Castro. Por eso será que el escritor y el jefe guerrillero aparecen juntos en varias fotos sonriendo. También será por eso que en Cuba, Hemingway se recuerda en calles o para darle nombre a una represa. No es casualidad que el propio Fidel lo considere un “maestro”. A esto se le suma que escritores como Charles Bukowski o Haroldo Conti -tan disímiles a primera vista- lo hayan tenido como lectura educadora durante sus vidas.

Toreros, viajes, guerras, cacerías, pesca y soledad se repiten en la finca El Vigía. Los mismos temas que Hemingway desarrolló en sus libros, además de la muerte de algunos de sus personajes, como la de él mismo, tal vez porque escribir ya no era esa pulsión que lo mantenía vivo.

(Cuba, marzo 2010)
Fotos de casa y máquina de escribir de Heminngway: Yamila Blanco

El viento en Gaza



¿A qué huele el viento en Gaza?
¿A pólvora, a silencio frágil, a niños
encerrados en cárceles de otros?

Insaciables los otros. Cínicos y soberbios
esos otros.

¿Huele acaso a grito profundo,
a bombardeos nocturnos, a brisa
de mar prisionero?
¿A qué huele el viento en Gaza?
¿A demolición, a tanques israelíes
arrasando a todos y con todo?

¿Habrá palomas en las plazas de Gaza y
a su alrededor jóvenes amándose y
música de domingo en familia?

Se puede oler desde lejos el viento de Gaza,
trae piedras
contra soldados invasores,
resistencias de mil edades,
suena el viento a pueblo
paciente y victorioso.

¿A qué huele el viento en la tierra
donde el mundo nació?
¿A caras duras, fría, viles de funcionarios,
burócratas y soldados israelíes?
Huele a eso y a mentira para invadir
y destruir y conquistar
y asesinar.

Pero el viento no se detiene
y sacude su propia tierra con la fuerza
de los originarios
que son niños, mujeres y hombres
que no se resignan a perder su
patria palestina.

(Septiembre, 2010)

martes, 21 de septiembre de 2010

Humberto Constantini, un escritor que nunca deja volver



Hablar de Humberto Constantini es referirse a una generación que eligió, en este caso, la pluma y el fusil, la revolución y la humanidad para llevar adelante la vida. Hablar de Constantini es remitirse a Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Francisco Urondo y Roberto Santoro, por nombrar sólo algunos. Cuando ellos aparecen desde sus historias, sus libros y sus heroísmos es imposible no detenerse a pensar en los dolores del país y sus miserias actuales. Pero también, cuando esa generación asoma se tiene la certeza que se puede y que lo único que se deben romper son las cadenas.
  
Militante del PRT-ERP, Constantini nació el 8 de abril de 1924 en Buenos Aires. Hijo único de inmigrantes judíos italianos, sus días transcurrieron en el barrio de Villa Pueyrredon. Egresado en la carrera de veterinaria, este oficio no fue el único en su vida: ceramista, investigador y vendedor fueron sus labores mientras escribía y corregía con una disciplina y “atornillado a la silla”, como a él le gustaba decir. Casado con Nela Nur, tuvieron tres hijos y su primer libro de cuentos, “De por aquí nomás”, se publicó en 1958.

Coherente a la generación del ’70, el motor que lo impulsó a la militancia revolucionaria fue la figura de Ernesto Guevara y la Revolución Cubana. Anteriormente, había integrado el Partido Comunista, del que se alejó por las divergencias que mantenía con la conducción prosoviética.

Cuando el país cayó bajo el férreo mecanismo represivo de la dictadura militar de 1976, Constantini se exilió en México a regañadientes. En el país azteca continúo aferrado a la literatura y también llevó adelante una serie de programas de radio. El 16 de enero de 1984 regresó a Buenos Aires, luego de un exilio de 7 años, 7 meses y 7 días. El 7 de junio de 1987, una enfermedad lo venció. Los que lo conocieron, aseguran que Constantini estuvo escribiendo hasta la última noche de su vida. A veinte años de su fallecimiento, y con la gran imposibilidad de encontrar su basta obra en librerías, Editorial Los cuatro indiecitos, publica “Cuestiones con Constantini”, no sólo para rescatar una parte importante de su narrativa, sino también para romper el silencio que el negocio editorial impone a escritores de este tipo.

En este volumen se puede encontrar cuentos pertenecientes a los libros “De por aquí nomás” (1958), “3 Monólogos” (1964), “Una vieja historia de caminante” (1967), “Bandeo” (1975) y “En la noche” (1985). Cada uno de los relatos está separado por un poesía del propio Constantini y por las ilustraciones y dibujos de Luis Scafati, Pedro Gaeta y Oscar Smoje.

Este proyecto nació de la mano de Enrique “Indio” Zabala, que integra el Centro Cultural Enrique Santos Discépolo. “En el Discepolo, los viernes repartíamos poesías de distintos autores argentinos y dijimos de hacer un homenaje a algún escritor –recuerda-. Entonces elegimos a Constantini, porque el historiador Norberto Galasso trajo una poesía que se titula ‘Yanquis hijos de puta’. La poesía lleva ese título sutil como consecuencia de la invasión de Estados Unidos en 1965 a Santo Domingo. El poeta Roberto Santoro, que hacía unos cuadernos que se denominaban ‘Informes’, sacó el número cuatro que se llamaba ‘Informe sobre Santo Domingo’, e invitaba a distintos autores a participar y ahí Constantini escribe esta poesía que es maravillosa. A mí me impacta este poema y armamos el homenaje. Me contacté con su esposa, Nela, y ahí se entabló una amistad que dura hasta hoy. Hace dos o tres años, Nela me llamó y me dijo que no se quería morir sin antes hacerle un homenaje a Cacho”.

En el transcurso de ideas y posibilidades, la publicación de un libro que reuniera parte de la obra de Constantini tuvo como mayor inconveniente la negativa de las editoriales. Zabala relata que “pasamos por distintas editoriales, que nos decían que sí, pero que volvamos después, todo boludeo y chantada, idas y vueltas, y así pasó casi un año dando vueltas el libro”.

Frente a estas respuestas, el proyecto decantó en su elaboración propia. Zabala explica que luego de recibir la aprobación de la viuda de Constantini, “me junté con unos amigos capitalistas del barrio (risas) y les dije que había que hacer un obra de absoluta filantropía, acá hay amor al hombre nada más, no hay devolución de guita. Entre todos pusimos algo de plata y se nos ocurrió hacer los cuentos más representativos de Constantini con poesías como separadores. Además, agregamos como apéndice ‘El libro de Trelew’, que es bastante desconocido”.

Cuando el 22 de agosto de 1972, la dictadura encabezada por Alejandro Lanusse fusila a un grupo de guerrillero en la Base Almirante Zar en la provincia de Chubut, las respuestas a esa agresión indiscriminada tomaron diferentes formas: protestas en las calles, denuncias presentadas a la justicia y una laboral periodística para romper el cerco que impusieron los grandes medios de difusión. En el caso de Constantini, fue la elaboración de “El libro de Trelew”, obra casi desconocida hasta ahora y que aparece como apéndice en el libro.  “Cuando se produce la Masacre de Trelew, un año después Constantini escribe este libro donde informa en una primera y segunda parte –dice Zabala-. Es una investigación periodística, tipo ‘Operación Masacre’ de Rodolfo Walsh. Es un trabajo absolutamente desconocido. Era un librito chiquito, que tuvo que ser escondido y esa edición prácticamente se perdió. Nos pareció piola incluirlo, no sólo para difundir la obra de este autor sino para concientizar a los lectores respecto de nuestra historia”.

En “Cuestiones con Constantini” los cuentos recopilados recuperan la fuerza de la denuncia al Terrorismo de Estado -como en “En la noche” y “Fin de semana”-, pero sin dejar de lado las historias humanas y con personajes que no se construyen solamente con melancolía y tristeza, sino con la vitalidad de los que intentan cambiar el mundo. En otros relatos -como “El cielo entre los durmientes” e “Insai derecho”- se muestra la adolescencia y el pueblo con sus tiempos de siestas y silencios, o el mundo del fútbol que en esos tiempos ya dejaba caer a sus ídolos en el olvido.

Pero sobre todo, en este libro aparece el propio Constantini, que otra vez retorna del exilio en el que se lo intentó congelar junto a su literatura.

(Diciembre-2007, publicado en agencia Nodo Sur)

Maradona en Chiapas




El almacén está repleto de niños. Son tzotziles, viven en Acteal y son parte de Las Abejas, asociación civil de Chiapas que busca otra forma de vivir, aunque eso le cueste asesinatos de paramilitares y resistir extorsiones estatales. No son zapatistas, pero caminan y luchan junto a ellos. Los niños se reúnen para ver, en uno de los pocos televisores de la comunidad autónoma, fútbol, esa maquinaria que mueve pasiones, millones de dólares y algunas buenas jugadas.

Los niños no pasan los diez años, hablan tzotzil entre ellos y esperan que comience el partido. Argentina y México juegan por un puesto en los cuartos de final del mundial de Sudáfrica. Los primeros minutos son tensos, hasta que Argentina empieza con los goles.

A los pocos días, el golpazo contra Alemania y, desde México, imagino las críticas contra Diego Maradona. Ahora hay un blanco perfecto. La sociedad “correcta” argentina se relame, se horroriza con el técnico y saca a relucir su pelaje, pero en Chiapas los niños sonríen; esa imagen barre con todo. Porque cuando las cámaras enfocan al técnico de la selección argentina, en Acteal los niños sonríen y aplauden. ¿Quién les comentó a los pequeños que ese hombre es el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos? Esos niños, que apenas conocen los nombres de tres o cuatro jugadores mexicanos, cambian de cara cuando Maradona da indicaciones o festeja los goles.

Mientras tanto en Argentina una parte de la clase media “bien pensante” debe sacar a luz su odio contra Maradona. Puede sonar exagerado, pero históricamente se portan de la misma manera: tiene terror a lo “otro”; y ese otro, en este caso, es Maradona y lo que representa: lo de abajo, lo popular, lo incorrecto.

Seguramente los “nuevos ricos” que crecieron al amparo de la política devastadora de la década del noventa son quienes más reprochan el accionar de Maradona, no sólo como técnico, sino como ser humano. Esto es algo común en Argentina: la capacidad infinita de muchos de creerse jueces absolutos sobre cualquier tema. Curioso, porque en los noventa Maradona perdió casi todo. Y ese perder todo, para una multinacional como el fútbol es imperdonable, sobre todo si quien lo hizo es el mejor jugador de todos los tiempos.

Maradona no se resignó a convertirse en un funcionario gris de la FIFA, sino que rompió esquemas con discursos y acciones. De forma contradictoria, acertada o no, lo hizo mientras otros disfrutaban (y disfrutan) de la burocracia futbolística.

¿Qué hombre del fútbol, en estos tiempos de mediatización y corrección política, tiene el coraje de defender a Fidel Castro, a Hugo Chávez y a Evo Morales? ¿Quién intentó, en el esplendor de su carrera, formar un sindicato de jugadores para frenar un poco la maquinaria pica carne en que se convirtió el negocio futbolístico? ¿Quién vivió en el infierno y volvió cuantas veces se lo propuso, demostrando una capacidad de recuperación física y mental que congeló los peores pronósticos? Maradona.

No es de extrañar que un batallón de jovencitos periodistas deportivos (y muchos de la vieja y negociadora guardia) vociferen con la soberbia de dioses griegos contra Maradona. Es el momento de ellos, que venden sus conciencias en el mercado de los prestigios por pocas monedas. Pero en Chiapas los niños de Las Abejas siguen sonriendo con Maradona. Y eso no se compra con ningún dinero. Es ahí donde Maradona marca la diferencia, cuando en el corazón de la selva mexicana unos pequeños se alegran con su imagen y con su vida de contradicciones esencialmente humana.

(Junio-2010)

Fotos niños de Acteal: Yamila Blanco

lunes, 20 de septiembre de 2010

¿Ya son diez años sin Soriano?



Mi viejo me habría dicho “son cosas de la vida”. Pero sucedió así: un sobrino de mi abuela Ñata siempre le llevaba libros.

Yo, a los 17 años, arrancaba con la literatura y lo que caía en mis manos, lo devoraba. Un tarde mi abuela me dijo que tenía libros nuevos, revolví, y vi la tapa azul. A Osvaldo Soriano no lo conocía, no tenía idea quién era. Sus notas de Página/12 no las tenía en cuenta, porque, tal vez de una manera sana, no tenía en cuenta a los diarios.

Pero ahí estaba, “Cuentos de los años felices”, y esa tapa azul. Fueron algunos artículos que leí, desesperado; fueron, recuerdo, dos días con ese libro, entrar a sus páginas y entender que jugar al fútbol ya no sería lo mismo. Que un señor, el Míster Peregrino Fernández, era el técnico que yo quería para Independiente. Como quiero ahora: muchos delanteros y, a lo sumo, dos defensores, y así ver goles y festejos y sonrisas y, por qué no, epopeyas.

Dije que fueron dos días donde abracé a Soriano, como se abrazan sus libros: en una comunión de amistad, ternura, solidaridad, recuerdos que calan profundo. Fueron dos días con esas historias donde el Gordo y su padre eran protagonistas que chocaban y se apreciaba, viajaban en silencio y tenían el horizonte como utopía; padre e hijo recorriendo rutas, cabalgando en motos que se revelaban ante las curvas, un relación distante que se definía en miradas que acercaban con un calor particular y arrasador. Y después de esas lecturas comencé a entender un poco a mi viejo, sus tiempos, costumbres y silencios.

Dos días, pienso. Y la imagen en la televisión fue fugaz, rápida, efímera. La secuencia mostraba a Charly García bajando de un auto, y sus brazos largos e incontrolables desparramando periodistas y, entonces sí, la voz que anunciaba que había muerto, el Gordo Soriano no estaba más, y sólo dos días para compartir el mismo aire y mis ojos se abrieron y no entendí.

Charly entraba al velatorio y decía algo sobre Soriano que se perdió en los oídos.
Fueron dos días que duran hasta hoy, retomar los libros de Soriano y saber, como todos saben, que las sonrisas surgidas de la lectura están siempre acompañadas por el compromiso. Dos días y una pregunta que vuelve: ¿por qué?

En rondas de amigos, en discusiones con compañeros y compañeras, en diálogos con amores perdidos, cuando aparece el Gordo las últimas palabras siempre son las mismas: ¿por qué?

¿Quién es el responsable de que genocidas y miserables gocen de buena salud y el Gordo no? ¿Quién decide, apañándose en su cargo de dios, a marcar con el dedo y, de un plumazo, retirarle la vida a los compañeros?

Frente a esto, que es tristeza y esperanza, dolor y razón para seguir en la lucha, las palabras de mi viejo me sigue diciendo: “son cosas de la vida”. Y entonces pienso: “¿Ya son diez años sin el Gordo?”.

(Enero de 2007)

Seremos como Haroldo



El escritor, a pesar de todo, se mantenía firme, como el cartel que colgaba del escritorio. Le habían propuesto irse, seguir la militancia detrás de las fronteras, pero no se imaginaba lejos de sus hermanos y compañeros, respirando un exilio que imaginaba melancólico y cruel; lejos, también, de esas pequeñas historias que lo cruzaban por las calles de Buenos Aires o Chacabuco, o, como siempre sucedía, en las correntadas del Delta que remontaba anónimo.

Cuando los militares entraron a su casa, se dieron cuenta que toda la fuerza utilizada para romper, patear y pegar no les alcanzaba para descifrar esas palabras dibujadas en el cartel. Era una frase escrita en latín: “Hic meus locus pugnare est hinc non me removebunt”.

La traducción, que esas mentes obtusazas no descifraron, era una simple posición política que encerraba la coherencia de quien la escribió: “Éste es mi lugar de combate y de aquí no me voy”. Tal vez, como venganza a la incapacidad de comprender, los militares robaron todo lo que había en la casa.

Haroldo Pedro Conti había nacido el 25 de mayo de 1925 en la localidad de Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Ese mismo mes, pero de 1977, la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla envió un grupo de tareas a secuestrarlo.

Maestro primario, profesor de latín (actividad que ejerció hasta su desaparición), empleado de banco, piloto civil, nadador, camionero, navegante, guionista de cine y periodista, Haroldo Conti se graduó en filosofía en 1954, luego de intentar encontrar su camino en el Seminario Metropolitano de Villa Devoto.

Su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, su adhesión abierta y solidaria hacia la Revolución Cubana y los libros publicados donde la libertad y las historias de la gente de a pie mostraban un pueblo que nunca se resignaba, desencadenaron sobre Conti la represión de las Fuerzas Armadas.

A los quince días de su secuestro, Videla se reunió y almorzó con cuatro escritores: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti (presidente de la Sociedad Argentina de Escritores) y el sacerdote Leonardo Castellani, quien había sido maestro de Conti en su época de seminarista.

Tanto Ratti como Castellani preguntaron su paradero y el sacerdote pidió verlo en el lugar de detención. Borges y Sábato, fieles a sus ideas, callaron. Al tiempo, Castellani lo visitó en el campo de concentración Coordinación Federal y esas fueron las última noticias.

Un intelectual en su tiempo

Analizar la historia de Haroldo Conti es imposible sin enmarcarla en un contexto político y social que, principalmente, se desarrolló desde 1959 con el inicio de la Revolución Cubana y finalizó parcialmente en 1976 con la dictadura militar argentina.

El auge y toma de conciencia de la clase trabajadora, la solidaridad internacional entre diferentes movimientos de liberación y, en el caso de Conti, la lucha por el socialismo que proclamaba desde el PRT muestran a un intelectual orgánico y, a su vez, heterodoxo con la clase social a la que apostaba.

En agosto de 1974, y ya trabajando como periodista en la revista Crisis, publicó el artículo “Compartir las luchas del pueblo” donde afirmaba que “ser un revolucionario es una forma de vida, no una manera de escribir”. En tanto, agregaba algunas apreciaciones de su escritura: “Por supuesto quisiera ser un escritor comprometido en su totalidad. Que mi obra fuese un firme puño, un claro fusil. Pero decididamente no lo es. Es que mi obra me toma relativamente en cuenta, se hace un poco a mi pesar, se me escapa de las manos, casi diría que se escribe sola y llegado el caso lo único que siento como una verdadera obligación es hacer las cosas cada vez mejor, que mi obra, nuestra obra, como dice Galeano, tenga más belleza que la de los otros, los enemigos”.

Haroldo Conti integró el Frente Antiimperialista por el Socialismo, frente legal impulsado por el PRT donde convergían diferentes tendencias.

En el último párrafo de “Compartir las luchas del pueblo”, declaraba su participación en el FAS y expresaba “que he ofrecido en Córdoba mi colaboración para lo que mande al compañero Agustín Tosco y que creo decididamente en la patria socialista. Más claro, imposible”.

Como en muchas personas de su época, la Revolución Cubana se transformó en el prisma por dónde observar y aprehender América Latina. Ya en 1968, Conti se definió a favor de la Declaración General del Congreso Cultural de La Habana. En 1971 viajó por primera vez a la isla caribeña y declaró que había sido una de las experiencias más importantes de su vida. Luego sería jurado en Casa de las Américas y su novela “Mascaró”, premiada en 1975 con el galardón máximo del concurso organizado por la institución cubana.

La conducta de Ernesto “Che” Guevara también sería definitoria en Conti como en muchos intelectuales argentinos. Conti lo dejó plasmado en la carta enviada a la Fundación Guggenheim cuando rechazó la postulación a una beca que se le otorgaría. Su oportunidad, escribió Conti, era “el camino que nos señalara el comandante Ernesto Guevara”.

La obra y militancia de Haroldo Conti no reposa sobre el pueblo, sino que es parte concreta de él. Conti no dicta lección academicista sobre las “costumbres” de los sufridos de la tierra, sino que es uno más que, simplemente, apuesta a la revolución socialista para cambiar así las miserias padecidas por los oprimidos. En sus páginas y en la historia de su generación estos rastros son innegables.

Ideas en revolución

En el camino de Haroldo Conti se encuentran dos textos que marcan en forma definitoria y concreta su lucidez intelectual y humanismo. Dos artículos publicados en diferentes años y en circunstancias que, a primera vista, podrían parecer diferentes, pero ambos relacionados por el compromiso del intelectual frente a la realidad y la dependencia cultural como forma de dominación.

En diciembre de 1971 la “John Simon Guggenheim Memorial Foundation” le envió una carta postulándolo como posible candidato a una beca. La Fundación Guggenheim, durante años ha funcionado (y continúa haciéndolo) como sutil forma de control y dominación desde el poder hegemónico. Aunque en sus postulados explique que las ayudas serán utilizadas “para ampliar el desarrollo intelectual de estudiosos y artistas (...) respetando las condiciones de mayor libertad posible y sin distinción de raza, color o credo”, en el trasfondo se encuentra la cooptación y una lenta, pero eficaz, forma de penetración cultural.

Así lo denunció Conti en su respuesta, fechada el 28 de febrero de 1972: “deseo dejar en claro que mis convicciones ideológicas me impiden postularme para un beneficio que, con o sin intención expresa, resulta, cuanto más no sea por fatalidad del sistema, una de las formas más sutiles de penetración cultural del imperialismo norteamericano en América Latina”.

Luego de explicar las peripecias que debe sufrir un escritor en Latinoamérica y que, sin dudas, el dinero otorgado “habría significado una gran oportunidad”, Conti manifestó como “inaceptable” la postulación “para un beneficio que proviene del sistema al que critico y combato”.

En pocas líneas, reivindicó el rol del intelectual y sus únicas posibilidades en el continente: “Los antagonismos entre ese imperialismo y nuestros pueblos son profundos y violentos en todos los frentes incluido por supuesto el de la lucha cultural, y en este momento han llegado a una etapa de grandes definiciones en toda la extensa nación latinoamericana. Esto impone la claridad y la coherencia como deberes ineludibles del intelectual latinoamericano, cuya condición de ninguna manera entraña un privilegio sino una entera y exigente militancia”.

Para Haroldo Conti, la oportunidad revolucionaria en América Latina se llamaba socialismo y la trayectoria política del “Che” como enseñanza, se trasformaba en faro y praxis fundamental en la construcción del hombre nuevo.

En el último tramo de la misiva, se definía nuevamente por el pueblo y su inexorable liberación: “Por lo demás, yo he sido jurado de la Casa de las Américas en 1971, el mismo año en que usted me escribe, y considero que esa distinción que he recibido del pueblo cubano es absolutamente incompatible con una beca ofrecida por una Fundación creada por un senador de los Estados Unidos, o sea, no un hombre del pueblo norteamericano, sino del sistema que lo oprime y nos oprime”.

En diciembre de 1974, el suplemento cultural del diario La Opinión, desde sus páginas planteaba un debate en torno a la publicación de la novela “Libro de Manuel” de Julio Cortázar y la actitud del autor en donar el dinero obtenido por el premio Médicis que se le otorgaba. Cortázar, que desde hacía años bregaba por el socialismo y era criticado por su residencia en Francia, entregó ese dinero a Rafael Gumucio, representante de la resistencia chilena contra la Junta Militar encabezada por Augusto Pinochet.

Varios escritores e intelectuales se sumaron desde las páginas de La Opinión a analizar, no sólo la novela, sino la actitud de Cortázar. Uno de ellos fue Haroldo Conti.

“Cuando leí la noticia del premio que acaba de recibir Julio Cortázar y su actitud política al donarlo a los hermanos chilenos, me puse justamente en lugar de esos hermanos”, expresaba. Mientras algunos escritores, como Ricardo Piglia, sacaban a relucir en sus críticas un marxismo impoluto y perfecto, Conti definía: “A qué enturbiar, pues, esa actitud solidaria, fraterna, políticamente útil, con cargosas precisiones sobre el compromiso”.

Luego de afirmar que el gesto de Cortázar había sido bien aprovechado por el escritor para generar un hecho político y de denuncia, explicaba que frente a esta actitud “no le veo mucho sentido erigir, a partir de ella, una especie de sagrado tribunal para juzgar no sé qué entretelas en la conducta política de este escritor, a quien aprecio y respeto”.

En cuanto al grado de compromiso por el que Cortázar era juzgado, Conti exigía mirar hacia “dónde llegamos nosotros. Porque al juzgar a Cortázar nos juzgamos sin remedio nosotros”.

Dejando de lado la discusión estéril de la ubicación geográfica desde donde escribía Cortázar, pero a su vez apuntando a quienes son “capaces de escribir sobre el Renacimiento o sus aburridos fantasmas apoyados en el mismo paredón detrás del cual revientan a sus hermanos”, Conti convocaba a “asumir América no sólo en un poema o una discreta novela sino en cosas más concretas como resignar un premio para ayudar a los hermanos chilenos o denunciar la cárcel o las torturas a un compañero”.

Antes de finalizar su opinión, Conti realizaría una lectura que el devenir de la historia le daría la razón con respecto al rol de Julio Cortázar como intelectual y militante. “Yo aprecio esto de Cortázar -escribía- y se lo agradezco y creo que es bueno que se quede allá (en Francia) aunque sea nada más que para eso. Porque cuando enmudezcan todas la voces, habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que denuncie y ayude, que movilice y congregue”.

La vigencia de un caminador

Finalizada la dictadura en 1983, los operativos llevados a cabo por el poder militar para estructurar al país bajo el libre comercio, la cultura occidental y cristiana, y el despojo total de contenido a la política, dejaron marcas y huellas que todavía perduran.

En el campo intelectual, se produjeron reacomodamientos, zigzgeos o, directamente, domesticaciones que, en la actualidad, se observan en personajes como Santiago Kovadloff, Juan José Sebreli o Jorge Asis. De críticos de la sociedad burguesa, a partidarios del ex ministro de la ALIANZA y actual candidato de la derecha argentina, Ricardo López Murphy en los casos de Kovadloff y Sebreli. De “lúcido” integrante del Partido Comunista a funcionario multiuso del menemato en los noventa, en el caso de Asis. En una entrevista realizada por La Opinión en 1975, Conti ya les contestaba a estos personajes. “El único privilegio al que puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o mecánicos me reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podrá decir ‘mi orgullo es ser albañil’, yo diré ‘mi orgullo es ser escritor’, el de construir historias tal como el albañil construye casas”.

Enfrentados al poder que corrompe en beneficio de unos pocos, sin anacronismos o defasajes, las figuras de Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Roberto Santoro o Paco Urondo se convierten en la oposición de los intelectuales que coquetean y reciben el beneplácito de empresarios que utilizan sus cabezas como alcancías donde depositan monedas y doblones a cambio de teorías sobre el fin de la historia o las bondades que el primer mundo depararía si los pueblos y su “barbarie” aceptara esas indicaciones y coordenadas.

En este caso, Haroldo Conti (como muchos de su generación) resume teoría y práctica. Desde su militancia en el PRT y su concepción del mundo regida por el pensamiento de Ernesto Guevara y un socialismo con fuertes raíces en América Latina, hasta los relatos donde la vida cotidiana no es costumbre de pueblo, sino radiografía de una sociedad donde el hombre no pierde la identidad ni tampoco sus problemas y triunfos, Haroldo Conti dejó para los que vienen detrás la certeza que los caminos todavía no han sido destruidos. Muy por el contrario, se encuentran en construcción como ese circo que describió en “Mascaró”, mientras sus personajes recorrían las costas sumando vida y enfrentando vientos y tormentas sin parar la marcha.

(Mayo-2006)

Rodolfo Walsh: periodismo y política



La aparición de Operación Masacre es un punto de partida, no solo para Walsh, sino para un nuevo periodismo que revolucionará las viejas y estructuradas escuelas. Truman Capote fue la cara visible, para el mundo, de este periodismo con su novela “A Sangre Fría”. Rodolfo Walsh desarticuló las viejas formas – y a diferencia de Truman Capote – pudo conjugar la ideología política con la investigación periodística.

En “Operación Masacre”, Walsh pasa de una tranquila partida de ajedrez (al comienzo del libro) a hundirse en el barro de José León Suárez. Los fusilamientos que Walsh investiga lo llevarán a una búsqueda frenética en dónde, además de descubrir a los autores de la masacre, conocerá los hilos del poder: la persecución que los gobernantes del estado argentino llevan a cabo a través de uno de sus pilares de sostenimiento: las fuerzas del orden.

Luego de la aparición de Operación Masacre el periodismo ya no será el mismo. Y Walsh comenzará un viaje en donde la investigación y la militancia política serán inseparables.

En el “Caso Satanowsky” las investigaciones de Rodolfo Walsh tomarán como ejes las pujas de poder entre los militares para controlar la prensa. La política y los medios -para el gobierno militar – deben ir de la mano. Walsh dejará en claro, con el correr del tiempo, que la política y la prensa deben unirse en un solo frente de lucha. A diferencia de los gobiernos uniformados, Walsh usará la prensa como camino fundamental para la revolución y la liberación del pueblo.

“¿Quién mató a Rosendo?”, tal vez sea el libro en donde la unión de política e investigación periodística queda representada con mayor claridad. El asesinato llevado a cabo por el sindicalista Augusto Vandor y sus “compinches”, será el disparador para desenmascarar a la oscura burocracia sindical del peronismo. A tal punto, que en cierto momento, el asesinato y sus víctimas quedarán de lado para abordar la descripción de los hilos del poder dentro del sindicalismo: asesinatos, fraudes electorales, rascadas de espaldas, corrupciones que todavía perduran. Un dato importante en el libro es cómo Rodolfo Walsh rearma técnicamente la historia del asesinato, que la policía – por simple olvido o por simple complicidad, o mejor dicho: “por sistemática complicidad” – no resuelve. Los gráficos y los planos del lugar, y también las posteriores reconstrucciones en el ámbito donde se produjo el tiroteo, son una muestra de las incapacidades forzosas de los encargados oficiales de esta investigación.

Rodolfo Walsh encarna el ejemplo de periodista comprometido con la lucha del pueblo. Hoy en día, donde las estadísticas y los números reemplazan las investigaciones que deberían encargarse de descubrir las máscaras del poder, la literatura de Walsh parte al medio el supuesto “periodismo de investigación”, ese periodismo que se queja, reniega, pero que no se atreve a definirse ideológicamente. Como escribió David Viñas: “si Walsh, con los rasgos artesanales de su producción, representa una suerte de cristianismo primitivo dentro de este linaje periodístico, ¿Verbistky, acaso, representa la institucionalización correspondiente al catolicismo?”. O sea: si Rodolfo Walsh representa a Jesús, Verbistky representa al Papa, la iglesia y todas las acciones que el Vaticano tiene en Wall Street.

La obra de Rodolfo Walsh ha recorrido un camino con suerte: no se ha convertido en un clásico. Walsh no duerme en el panteón de los consagrados, sino que su obra continúa en movimiento, descubriendo las artimañas del poder y revelando las miserias de un periodismo eternamente indefinido.

(Mayo – 2003)