miércoles, 18 de mayo de 2011

Como un león, de Haroldo Conti


Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un león". No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. "Levántate y camina como un león"

La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.

A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.

Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.

Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.

También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.

Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.

La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.

Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.

Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.

El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.

Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante. 

Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.

—¡Lito!...¡Arriba, Lito!

Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.

La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.

Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.

Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer. 

Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.



Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche.

El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece. 

Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino. 

Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo saludo.

El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata barbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco.

El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.

La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato. 

Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de áborles. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de árboles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lagrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.

La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte. 

Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.

Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche. Era para verlo. 

Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hozo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo.

Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo.

Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón.

Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.

 —¿Quedamos, Lito?

Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela.

Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.

Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor.

En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza.

Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza. 

La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.

Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos.

Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención.

Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.

Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos.

Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.

Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos.

El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también.

El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta. 

Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.

A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo.

Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen.

El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.

Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.

viernes, 6 de mayo de 2011

¿Y si recordamos toda la historia de Sabato?

Desde hace días leo artículos sobre el fallecimiento de Ernesto Sabato. Dirigentes políticos, escritores y escritoras, personas “respetables” de la cultura no dejan de elogiar al autor del “El Túnel” y “Sobre héroes y tumbas”. Las reseñas de medios argentinos y extranjeros lo tildan de defensor de los derechos humanos e intelectual progresista.

Con preocupación observo que nadie se refiere al rol desempeñado por Sabato durante la dictadura militar que entre 1976 y 1983 desapareció en Argentina a 30 mil personas.

Ni tampoco escucho voces que, al menos, se refieran al apoyo del escritor al golpe militar que derrocó al presidente Juan Domingo Perón en 1955.

Recuerdo las lúcidas reflexiones del historiador Osvaldo Bayer denunciando al ahora venerado escriba. Bayer era claro en sus pensamientos: Sabato fue cómplice de los generales comandados por Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, que no tuvieron ninguna clase de reparo para ordenar la aniquilación de opositores políticos y el robo planificado de bebés a los detenidos-desaparecidos a partir de 1976.

Iniciado el genocidio en Argentina, Sabato se reunió con Videla y compartieron un almuerzo, en el que también participaron el escritor Jorge Luis Borges, el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores Alberto Ratti y el sacerdote Leonardo Castellini.

En ese encuentro, Castellini le pidió a Videla que le informara la situación del escritor y militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), Haroldo Conti, secuestrado por un grupo de tareas de las Fuerzas Armadas y luego asesinado.

Al oír este pedido, Sabato mantuvo un silencio de sepulcro.

Pero su silencio no imperó luego de la reunión. “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”, declaró a la prensa.

Tampoco leo demasiados artículos que se detengan en que el escritor fue el encargado del informe de la Conadep, comisión ordenada por el entonces presidente Raúl Alfonsín que, durante muchos años, institucionalizó la teoría de los dos demonios. En ese texto se comparaba el terrorismo de Estado, planificado y apoyado desde Estados Unidos, con la lucha de las organizaciones armadas revolucionarias y con la resistencia pacífica de organismos de los derechos humanos, principalmente las Madres de Plaza de Mayo.

Sabato fue el ideólogo de este documento que comenzaba diciendo que en “la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”.

La teoría de los dos demonios no pasó desapercibida en Argentina, mucho menos cuando el Estado, y sus medios de comunicación cómplices, pusieron todas las herramientas al servicio de difundirla y hacerla asimilar.

Estos dos hechos muestran al Sabato que en estos días no aparece en las noticias: un escritor acomodaticio con los gobiernos de turno y ponderado como ejemplo por la dictadura militar de Videla.

Si existe un cielo a donde todos vamos a descansar después de la vida, no hay dudas que por la avenida de la dignidad y la coherencia caminan Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Roque Dalton, Julio Cortázar y tantos otros escritores e intelectuales que concibieron el arte como parte inseparable de las ideas de liberación, razón por la cual pusieron el cuerpo en defensa de esta causa.

Entonces Sabato, por algún otro camino opaco, comenzará su prédica lastimosa y oscura que muestra la concepción de pequeño burgués cómodo que sostuvo a cada paso de su historia.

(Publicado el 6 de mayo de 2011 en la Agencia Venezolana de Noticias - www.avn.info.ve)

martes, 3 de mayo de 2011

Pequeña guía de la vida y la obra de Karl Marx


En el libro “Karl Marx. Guía para rebeldes”, publicado en 2010 por La Mancha Cooperativa Editorial, se esboza de manera resumida y concreta la vida de uno de los pensadores más importantes desde el siglo XIX, además de mostrar las ideas y fundamentos principales de la teoría que construyó.

Escrito por el académico Mike González, profesor de la Universidad británica de Glasgow, la obra recorre la vida de Marx desde su nacimiento el 5 de mayo de 1818 en el seno de una familia judía en Alemania hasta sus últimos días, consagrados a la escritura de El Capital, su obra más vasta y minuciosa que desenmascaró el funcionamiento del actual sistema capitalista.

Desde su acercamiento en la adolescencia al grupo de los Jóvenes Hegelianos, pasando por su rol como escritor y analista en los periódicos Rheinische Zeitung y el Deutsche Franzosische Jahrbucher, los primeros intentos de organización sindical y sus posteriores exilios por la febril actividad política desarrollada con su compañero Friedrich Engels, en el libro se recoge en forma paralela lo biográfico y el avance del pensamiento del padre del comunismo.


Uno de los puntos más interesantes es la explicación de cómo cada acción o pensamiento de Marx tuvo su correlación con la realidad europea que se vivía en esa época.

Sobre esto último, González cita el conflicto encabezado por los tejedores alemanes de Silesia en 1844, hecho que “ofreció a Marx un ejemplo vivo de cómo los trabajadores podían luchar contra el sistema”.

En el libro también se detallan las pujas internas del propio sistema capitalista naciente y el respaldo de Marx a la resistencia de los obreros alemanes, pese a las discrepancias con algunos de sus contemporáneos.

El libro de González a su vez explica de forma resumida algunas obras escritas por Marx y Engels, como las Tesis sobre Feuerbach, La Ideología Alemana y el clásico Manifiesto Comunista.

Sobre el texto que marcaría el inicio teórico del socialismo, el mecanismo de la generación de plusvalía y la lucha de clases como motor de la historia, el autor indica que uno “de los grandes logros de Marx era, antes de estos hechos, haber escrito la obra que tan fielmente expresaba el espíritu de 1848”.

El Manifiesto Comunista “no es un panfleto político cualquiera; es un manifiesto apasionado y visionario. Para un lector del siglo XXI, o de cualquier momento desde su publicación, tiene un tono profundamente contemporáneo. El mundo que describe es instantáneamente reconocible hoy en día”, apunta González.


Después de haber transitado un vida donde las propias penurias económicas que generaba el capitalismo lo golpearon hasta el fin de sus días en 1883, Marx y su pensamiento mantienen plena vigencia para dar herramientas a favor de los oprimidos contra sus opresores.

Como bien dijo Engels durante su entierro, “Marx era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de este o del otro modo, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quién él había infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión, una tenacidad y un éxito como pocos”.

(3 de mayo de 2011 – Publicado en www-avn.info.ve)

lunes, 2 de mayo de 2011

Ernesto Sabato: Mejor no hablar de ciertas cosas


(Esta nota salió publicada en la edición 27 de la revista Sudestada, en 2004. Su autor, Hugo Montero, relata de forma clara y precisa la biografía política de Ernesto Sabato, fallecido días atrás en Argentina. Frente a tantos recuerdos aduladores y políticamente correctos sobre el autor de El túnel, reconforta leer un artículo con esta claridad y sin medias tintas).

Existe una verdad a voces en el mundo de la cultura que perdura en el tiempo: un artista merece ser juzgado por lo mejor de su persona, que es su obra. Definición que cobra verdadero significado cuando se pone en evidencia la contradicción entre el artista y su creación, muchas veces reflejo de un talento que no tiene porqué llegar acompañado de posiciones políticas o humanas razonables.

Los casos en la historia de cruces de este tipo nunca terminan, artistas de propuestas revolucionarias en cualquier rama del arte y, a la vez, voceros de las ideas más reaccionarias de su tiempo. Cuántas veces se ha repetido el debate, y cuántas veces ha sido necesario diferenciar esos dos universos dentro de la misma persona para valorar en su real medida la obra del artista cuestionado. Sin embargo, lo curioso surge cuando la parte que se alaba del artista en cuestión no es su obra; es decir, cuando al creador se le aplaude sólo por sus concepciones políticas. Y la paradoja extrema se sucede cuando el creador recibe elogios por una lucha que no es la suya, por un compromiso que jamás tuvo y por un presente que, a decir verdad, oculta muchas veces un pasado repleto de las peores miserias.

¿Cómo entender este curioso conflicto? ¿Quién, en definitiva, resulta ser el responsable de tamaño error histórico? ¿El creador aplaudido o sus fieles, conmovidos por un ejemplo de vida que no se sabe bien quién inventó ni de dónde salió? “Una de las grandes desdichas del creador es que lo admiren por sus defectos”, afirmó el escritor Ernesto Sabato en 1963, y razón no le falta. De hecho, la frase encaja de modo perfecto para referirse a su propia historia: la trayectoria de un intelectual erigido hoy como referente irrefutable de los derechos humanos y de la participación democrática.

Recorrer un archivo es también recorrer el pasado de un país y de su pueblo. Para ello es necesario observar el comportamiento de una sociedad que hoy elige como prócer a un intelectual que no sólo fue funcional a la política criminal de la dictadura más sangrienta de la historia, sino que también generó la teoría política que resultó la coartada en plena retirada de los mismos asesinos que, años después, se ocupó de criticar. Por suerte, existe el archivo. Vale la pena ejercitar la memoria y recorrer la tragedia de un escritor que refleja, en buena parte, la hipocresía de toda nuestra sociedad.

  
Entrevista con el vampiro

Alguien anunció que ya salían y los flashes ametrallaron a las personalidades que recién terminaban de protagonizar un histórico almuerzo con el dictador. Jorge Luis Borges eludió hábilmente el cerco periodístico y se perdió en los pasillos de la Casa de Gobierno; el presidente de la SADE, Horacio Ratti, y el cura escritor Leonardo Castellani optaron por mantener un muy bajo perfil ante los micrófonos. De modo que la responsabilidad de hablar frente a la multitud de periodistas, notoriamente excitado, sonriente y verborrágico al extremo, fue del señor Ernesto Sabato. “Es imposible sintetizar una conversación de dos horas en pocas palabras, pero puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación”, dijo, a modo de introducción de lo que sería una larga exposición ante la prensa. Luego afirmó: “Hubo un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo. En ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica, tampoco incurrimos en el pecado de la banalidad. Cada uno de nosotros vertió, sin vacilaciones, su concepción personal de los temas abordados”.

Ante la insistencia de los periodistas, explicó que “fue una larga travesía por la problemática cultural del país. Se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura”. Y para el final, reservó su opinión acerca de la entrevista con el dictador. Respuesta que, por otra parte, apareció publicada al día siguiente en los matutinos de todo el mundo: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente” (1). Esas elogiosas palabras resuenan en los laberintos de la historia argentina, todavía...

Pero toda reunión de importancia tiene su contexto que vale la pena conocer. El 19 de mayo de 1976 fue la fecha elegida por la Junta Militar para convocar a destacados hombres de la cultura para un almuerzo con el general Videla, como señal inequívoca de apoyo de la fracción de intelectuales que no habían colaborado con la llamada “subversión”. Para eso, para blanquear la imagen del gobierno militar, fue que se eligieron a dedo los protagonistas de la reunión. Dos semanas antes, el escritor Haroldo Conti era secuestrado de su casa por un grupo de tareas, y su situación era una incógnita.

Había pasado a engrosar la ya por entonces abultada lista de “desaparecidos”. El poeta Miguel Angel Bustos, y el cineasta Raymundo Gleyzer corrieron la misma suerte que Conti algunas semanas después, al igual que otros cientos de intelectuales, artistas, estudiantes, trabajadores y militantes durante aquellos primeros meses de una cacería despiadada, organizada sistemáticamente desde el Poder Ejecutivo.

Sin embargo, nada se dijo en aquella conferencia de prensa en Casa de Gobierno de la desaparición de Conti, ni de ningún otro. De hecho, el propio Sabato dejó en manos del gobierno la difusión de los temas tratados: “Creo, por razones de cortesía, que debe ser la Secretaría de Información Pública la que informe sobre lo tratado”.

Con el tiempo se supo que en la reunión la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema que se deslizó apenas durante el encuentro a partir de la iniciativa de Ratti (quien le entregó en mano a Videla una lista de una decena de escritores que se encontraban “a disposición del Poder Ejecutivo”); y del cura Castellani, quien preguntó por la situación del ex seminarista Haroldo Conti: “Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”, señaló tiempo después.

Nadie más de los asistentes se interesó por los artistas desaparecidos. Nadie más.

Semanas después, la revista Crisis, dónde trabajaba Haroldo Conti hasta ser secuestrado, consultó a los protagonistas sobre los temas abordados. La respuesta de Ernesto Sabato a la requisitoria de la publicación fue tajante y muy democrática: “Yo no hago declaraciones para la revista Crisis”. Borges adujo falta de tiempo y no respondió, aunque días antes había reconocido sin rubores el motivo de su visita a Casa de Gobierno: “Le agradecí personalmente (a Videla) el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno. Yo, que nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar el país”.

De modo que los únicos que realmente comentaron detalles de la reunión fueron el cura Castellani y Ratti. El padre jesuita explicó que “quienes más hablaron fueron Sabato y Ratti, que llevaban varios proyectos. (...) Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la SADE, sobre los derechos de autor, etc”.

El propio Castellani ratificó después el notorio protagonismo del autor de El túnel en el encuentro: “Sabato habló mucho, y propuso el nombramiento de un consejo de notables que supervisara los programas de televisión. (...) Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponía entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra”.

Por su parte, el presidente de la SADE, después de explicar que se tocó el tema de la censura y de los derechos de autor, calificó a Videla como “un hombre muy comprensivo e inteligente”, y destacó que cuando le entregó la lista de escritores “que estaban pasando por una situación muy lamentable” la respuesta del militar fue darle garantías: “Nos aseguró terminantemente que cada una de estas situaciones iba a ser analizada y aclarada de acuerdo con la ley, lo que nos tranquilizó bastante” (2).

Más que satisfechos unos, con sentimientos encontrados otros, los destacados hombres de la cultura abandonaron el recinto con la certeza de haber asistido a un hecho histórico: después de todo, uno no se reúne todos los días con el presidente de la Nación.


Algo más que un error

Con el tiempo, muchos intentaron justificar la actitud de Sabato en su entrevista con Videla con infinidad de excusas. Incluso el propio escritor explicó, ya en democracia, las razones de su asistencia. Lo cierto es que los que consideran la presencia del intelectual esa tarde en Casa de Gobierno como “un error”, muchas veces aducen que ese “traspié” es el único que puede reprochársele al señor Sabato. Nada más alejado de la realidad.

En junio de 1966, el general Juan Carlos Onganía derrocaba al presidente Arturo Illia, con el consentimiento tácito de gran parte de la sociedad argentina, y también con el respaldo exultante de parte de la intelectualidad. Entre los más entusiastas por la llegada del gobierno militar se encontraba el autor de la siguiente cita: “Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Por eso la gente común de la calle ha sentido un profundo sentimiento de liberación. Hay en el pueblo (como en los chicos) una necesidad de verdad hondísima. (...) Se trata de que estamos hartos de mistificaciones, hartos de politiquerías, de comités, de combinaciones astutas para ganar tal o cual elección. Estamos avergonzados de lo que hemos llegado a ser, no ya en el mundo, sino en América Latina, al lado de potencias como Brasil y México. Qué, queremos seguir siendo una especie de burocracia cansada y decadente, en nombre de no sé qué palabras que no son nada más que eso, palabras. No se hace una gran nación con palabras, y mucho menos con palabras apócrifas y altisonantes”. Llama la atención en este párrafo la mención de ciertas “palabras”, que el autor define como “apócrifas y altisonantes”. ¿Se referirá, justo en tiempos de dictadura, de palabras tales como “democracia”?

La cita sigue y sorprende: “Falta ver, ahora, si los hombres que han tomado el gobierno están a la altura de la desesperación histórica del pueblo argentino. Si no responden como es debido, estaríamos ante la más grande catástrofe, quizá ya irremediable. Sé que hay personas que están en puestos claves y que piensan lúcidamente”. Para terminar, el defensor de los golpistas se referirá particularmente al que sería el instigador de La noche de los bastones largos, entre otras aberraciones de ese tipo, el general Onganía: “Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación” (3).

Nada más que agregar, apenas mencionar que el responsable de firmar semejante cheque en blanco al gobierno militar fue Ernesto Sabato, en julio de 1966. Pero volvamos tiempo atrás, a 1955 y a otro golpe de Estado a manos de la casta militar, que esta vez derroca a Juan Perón. Y otra vez Ernesto Sabato, otra vez su simpatía por los uniformados golpistas, por la autodenominada “Revolución Libertadora”: “En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte” (4). Como reconocimiento al apoyo recibido, el presidente de facto Pedro Aramburu designará a Sabato al frente de la revista Mundo Argentino. Como lo demuestra la historia, no le importaba demasiado al autor de estas citas el perfil ideológico de los gobiernos constitucionales derrocados, lo que realmente importaba era manifestar, rápidamente y sin vacilaciones, sus simpatías por los uniformados que, como de costumbre, llegaban para salvar a la patria.

Pese al respaldo al gobierno golpista, un año más tarde el propio Sabato denunciaría torturas en los sótanos del Congreso, aunque se apuraría en calificar como “un hombre honesto”(5) al dictador Aramburu. Por tal motivo, se enemistaría con Jorge Luis Borges, quien siempre a favor de los militares, criticó su doble discurso. Borges después reconocería su error, y la opinión de Sabato sobre aquel mea culpa borgeano no tiene desperdicio: “Sí, sí. Pero eso fue demasiado tarde. Mientras tanto ¡se estaba torturando gente!” (6). Lo extraño es que la anécdota salió a la luz en 1996, cuando el propio Sabato ya había asistido al almuerzo con Videla mientras, dicho sea de paso, también se estaban vejando de indecibles maneras a cientos de desaparecidos. Demasiada hipocresía.

Con el tiempo, la fama de Sabato fue creciendo al compás del éxito editorial de su novela El túnel, como también fue aumentando el interés de la prensa por reflejar las opiniones políticas del intelectual, aún las más contradictorias y ambiguas de un hombre que definió siempre como su ideal el “socialismo con libertad”, que fue admirador de Jean Paul Sartre y ex militante del Partido Comunista durante su juventud. “Qué es un intelectual para mí? Un hombre de ideas y de libros. ¿Para qué sirve? Entre otras cosas, como se ha visto, para convulsionar al mundo (como lo prueban dos libros: el Evangelio y el Manifiesto Comunista) y para levantar a las masas con alpargatas. ¿Qué papel debe desempeñar el día que se arme? Luchar por las ideas que defendió antes en el papel. Luchar, si es necesario, con el fusil en la mano” (7), dijo en 1961, tiempo después de haber renunciado como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del presidente Arturo Frondizi. El mismo hombre que practicaba el ejercicio de la simpatía hacia los uniformes, manifestaba en 1962 que “el mundo necesita una revolución y que es necesario echar abajo esa sociedad caduca que tiene a Norteamérica como modelo, aunque tengamos grandes dudas de la del otro lado” (8).

La coherencia parecía una asignatura pendiente para el escritor que ya gozaba del beneplácito de gran parte del establishment. ¿Sorprendía a alguien, ya en los años setenta, que el escritor que había aplaudido dos dictaduras (una de las cuales derrocó a un gobierno peronista) se desesperara por dar a conocer su satisfacción por el resultado electoral que llevó a Héctor Cámpora al gobierno en marzo de 1973? “Adecuada y necesaria” calificó Sabato la plataforma política del triunfador Frejuli, aunque no se privó de castigar con furia ciertas “ideologías foráneas” con un evidente toque macartista, muy de moda por esos tiempos: “Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo” (9).


Dictadura y democracia, ida y vuelta

Después de recorrer con atención el archivo uno se pregunta cómo es posible que Sabato sea considerado hoy como un referente de coherencia y compromiso por la libertad y la democracia. Cómo es posible, sin ir más lejos, que el hombre que en 1981 (cuando la dictadura ya entraba en su patética parábola descendente y era necesario acomodarse a los tiempos que llegaban) llegó a decir que “en ciertos casos la rebelión armada ha sido necesaria, y seguramente seguirá siendo necesaria, si se tiene en cuenta la ferocidad con que los egoístas se aferran a sus privilegios” (10), defendiera un par de años atrás con furia militante la dictadura asesina que tomó el poder en 1976. Cómo entender que el intelectual que sobre el fin del poder militar en 1982, habló de “la necesidad de pedir cuentas de todo lo que ha sucedido en estos seis años de desastre que paradójicamente llevan el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Un período en el que se produjeron horribles violaciones de derechos humanos”, para después agregar que “lo único que han demostrado (los militares) es que son capaces de ejercer el terrorismo más atroz, de haber secuestrado y muerto a una enorme cantidad de la juventud más idealista del país” (11). En definitiva, cómo es posible tolerar la hipocresía y el doble discurso que manejó Sabato desde siempre, acomodándose de la forma más ruin.

Hace falta recordar, por tanto, el papel funcional de Sabato a favor de la dictadura iniciada en 1976 para asombrarse de sus críticas posteriores al régimen asesino de Videla y compañía. Si no, cualquiera podría preguntarle porqué, durante la ceremonia donde fue condecorado como “Caballero de la Legión de Honor” en febrero de 1979, en la embajada francesa en Buenos Aires, transmitida por el canal oficial de la dictadura y con amplia repercusión en los medios europeos, el escritor guardó el silencio más miserable mientras en Argentina continuaba la cacería criminal de hombre, mujeres y niños, a metros de la misma embajada. Pero fue en 1978 cuando Sabato asumió complacido su lugar de alfil de la dictadura, como punta de lanza de la inteligente maniobra publicitaria ideada desde la Junta para criticar las denuncias de los exiliados en el exterior: la patética “Campaña antiargentina”, orquestada en sintonía con la organización del Mundial de fútbol. El papel de Sabato en este hecho resulta patético por donde se lo mire: “Boicotear el mundial no sólo hubiera sido boicotear al gobierno, sino también al pueblo de la Argentina, que de veras, no se lo merece” (12), dijo. Después, fue el invitado de lujo durante la fiesta de premiación de los campeones del mundo, y tuvo el privilegio de cerrar el emotivo acto transmitido en cadena a todo el país entregándole una mención al técnico César Luis Menotti con palabras repletas de felicidad: “Es una gran emoción entregarle este presente a Menotti. Yo fui uno de los argentinos que gozó, sufrió y se alegró con los partidos del Mundial. El fútbol no es un mero pasatiempo físico. Invoca grandes cualidades del hombre, como el desarrollo de la inteligencia, capacidad de improvisación, coraje, decisión, tenacidad, todo eso le inyectó este hombre excepcional al conjunto de muchachos. Yo quise aceptar esta invitación porque las penas de mi pueblo son mis penas. Y también las alegrías” (13). El estruendo de la ovación de genocidas y cómplices casi rebasó los límites del Hotel Sheraton en reconocimiento al gesto del gran hombre de las letras, extasiado por el histórico hecho.

Tres años más tarde, una vez diluida la furia exitista que dejó el Mundial, Sabato criticaría el evento con una impunidad vergonzante: “Desaprobaba el despilfarro, el gigantesco aparato de publicidad, el nacionalismo barato que suscitaba y el olvido de los problemas gravísimos de la Nación. Para colmo lo ganamos. Si lo hubiéramos perdido, habría servido al menos para que dejáramos de creernos los mejores del mundo, ese viejo patrioterismo de los argentinos que tanto daño nos ha hecho. Nos hizo olvidar -y todavía dura ese olvido- de los angustiosos, de los trágicos acontecimientos que hemos vividos en estos últimos tiempos” (14). Increíble escuchar esta frase de la misma persona que fue invitado y protagonista relevante del festejo interminable de los asesinos, del hombre que reconoció que las alegrías de su pueblo eran las suyas, en aquella ceremonia imborrable. Después, repetiría el mismo absurdo con la guerra de Malvinas, aunque eso sería adelantarse en la crónica.

La participación activa de Sabato contra la campaña antiargentina no se reduciría a aprovechar los generosos espacios cedidos por la revista Gente durante esos años; su compromiso con la estrategia militar llegaría más lejos, tal como lo relata el poeta Juan Gelman: “Daniel Moyano, ese gran escritor argentino exiliado en Madrid, me mostró en 1978 una carta que le dirigiera Sabato en que éste le decía que su sola presencia en el exterior alimentaba la campaña antiargentina (...). Sabato invitaba a Moyano a regresar -y en plena dictadura militar- le ofrecía trabajo y seguridad personal, algo difícil de prometer sin alguna anuencia o caución militar previamente conversada. Moyano ha muerto, pero hay escritores argentinos vivos que pueden dar fe de lo que digo: recibieron una carta parecida” (15). En pocas palabras, un laborioso y disciplinado intelectual en acción.

También 1978 fue el año clave para el afianzamiento de la dictadura y el momento en que su imagen comenzaba a ser cuestionada desde el exterior por los organismos de derechos humanos. En tal sentido, la revista alemana GEO Magazin invitó a Sabato a participar de una extensa entrevista con un nudo de gran interés para los lectores europeos: el presente del gobierno militar en Argentina. “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, explicaba Sabato, para después comenzar a perfilar su Teoría de los dos demonios, la coartada preferida por la Junta para evitar dar explicaciones: “Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre económico eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios de un estado de derecho. Porque entre tanto, los crímenes de la extrema izquierda eran respondidos con salvajes atentados de represalia de la extrema derecha. Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes”. La concepción que intentaba definir el escritor, aquella que situaba al gobierno militar como “neutral” o “mediador” entre las violencias de ambos “extremos”, quedaba expuesta en sus respuestas. Después afirmaría: “Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control”. Para terminar la nota, Sabato no perdió la oportunidad de cerrar su panfleto en favor de la dictadura: “La democracia tiene que aprender su lección de la historia y debe saber que con los viejos métodos liberales heredados de tiempos menos problemáticos, no se pueden dominar los delirios del presente” (16). Es válido preguntarse si el responsable de estas opiniones es la misma persona que en 1984 expresó con dureza lo siguiente: “El pueblo ha experimentado por primera vez la atroz vivencia de una dictadura mortal, putrefacta, corrupta... No hay ninguna persona con dos dedos de frente, con sensibilidad en la Argentina que vaya a mover un día un solo dedo en favor de los militares” (17).


Los de “afuera”

La visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA fue el acontecimiento clave en 1979. En ese momento, la dictadura estaba consolidada desde lo económico por el plan de Martínez de Hoz, gozaba de los éxitos deportivos (ese año se ganó también el Mundial Juvenil en Japón) y se preparó para recibir a la comitiva internacional sin inmutarse, contando incluso con un ejército de cómplices que se ocupaba de resguardar el otro flanco que presentaba riesgos: el exilio y la opinión pública europea. En esa zona estratégica se ocupó de presentar batalla el señor Sabato, amparado en el supuesto “pluralismo” de la dictadura que le dejaba manifestar alguna crítica (como cuando se censuró la obra del filósofo Henri Lefebvre). En ese momento de quiebre, Julio Cortázar escribió su famoso artículo América Latina: exilio y literatura, donde instaba a todos los intelectuales a asumir “la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos”.

Sabato, herido y pleno de soberbia, responderá indignado: “La inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan”, para después afirmar que “cometen una grave injusticia los que están fuera del país pensando que aquí no pasa nada y que todo es un tremendo cementerio” (18). Decir eso cuando cientos de artistas habían sido desparecidos, estaban perseguidos o exiliados, no sólo era de una pedantería fatal, sino que parecía un argumento escrito por los propios genocidas. Otros siguieron sus pasos: “Los escritores más destacados no se han ido”, dijo Manuel Mujica Lainez. Silvina Bullrich sostenía que “ni Borges, ni Mallea, ni Sabato se fueron”, y Luis Gregorich se preguntará desde Clarín: “Después de todo, ¿cuáles son los escritores importantes exiliados?”. La escritora Liliana Heker aprovecharía la volada para polemizar con Cortázar y, de paso, ganar notoriedad con frases miserables, burlándose incluso del autor de Rayuela: “Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados, aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos”. El escritor Abelardo Castillo también se debatía por ganar un espacio debajo del manto de cómplices e hipócritas que intentaron posicionarse ante los ojos de los genocidas con opiniones lamentables: “Espero no herir a algún compatriota que viva en el extranjero si afirmo que desconfío de algunos héroes intelectuales que postulan sus convicciones desde Calcuta o Afganistán”, para después calificar como “falsa, corrompida e injuriosa” la imagen que del país intentaban transmitir los argentinos en el exterior (19).

La dictadura superó airosa el examen de la OEA y todos festejaron, todos los que colaboraron con desprestigiar las denuncias por violaciones de los derechos humanos, con refutar los argumentos que hablaban de un genocidio, con respaldar sin miramientos a una casta de asesinos sin límites.

Después llegaría la decadencia de la dictadura, el fracaso del plan económico, el cambio de mando como recurso ridículo, la máscara de un régimen que comenzaba a descascararse ante los ojos del mundo. Aunque ya era demasiado tarde para hablar, muchos eligieron acomodarse a los nuevos vientos. Pero justo en ese proceso de metamorfosis hacia ideas más democráticas, estalla la guerra en las islas Malvinas. ¿Habrá leído Galtieri la siguiente frase de Sabato sobre la guerra?: “Éste es un país que no pasó grandes sufrimientos. No tuvo terremotos, no padeció hambre... acá las cosas nunca estuvieron demasiado mal. (...) Y no tuvimos ni siquiera, a partir de 1870, una buena guerra. Las guerras unifican a una nación. Y, en cierto sentido, producen vitalidad. Sobre todo, las guerras de defensa nacional unifican y hacen que la agresividad que todos tenemos no se ejerza para la autodestrucción sino por una causa noble y positiva. (...) Es decir, yo no soy pacifista, yo creo en las guerras. Hay guerras que defienden cosas sagradas, muy importantes, y creo que hay que hacerlas” (20).

¿Habrá leído Galtieri esa cita? ¿Habrá leído después, durante los primeros días de ocupación en las islas, las loas del mismo intelectual sobre la decisión de enviar a la muerte en una guerra absurda a pibes de 19 años, desarmados y sin preparación?: “Mucha gente ha muerto detrás de dos metros cuadrados de tela. Pero es un error creer que dos metros cuadrados de tela son nada más que eso. Transformados en banderas, son un símbolo de una ideología, de una nación, de una causa sagrada. De manera que yo estoy convencido de que en este caso sí vale la pena. Hubiera sido un acto indigno de la Argentina, que es una pequeña potencia frente a las amenazas, a la soberbia, al desprecio de Inglaterra, agachar la cabeza una vez más. Eso no lo hemos hecho, y si los chicos de 19 y 20 años están muriendo allí, están muriendo por ese motivo” (21).

El mismo Sabato, ya mutado en mariposa democrática, cambiaría de forma bien oportunista su opinión sobre Malvinas tiempo después: “Hay un solo responsable de esta derrota y es el gobierno de la Reorganización Nacional que improvisó este hecho que nos sorprendió a todos al leer los diarios del día siguiente incluyendo, creo, a la mayor parte del generalato argentino. Un acto de improvisación suicida. ¿Qué posibilidades había de triunfar? No había. (...) Eran chicos poco preparados, conscriptos, enfrentados con un ejército profesional que contaba con un armamento de primerísimo rango, con una logística de primera magnitud y con el apoyo de la mayor potencia mundial. ¿Qué iban a hacer esos reclutas? En ninguna parte del mundo, salvo en momentos inevitables, se manda a la guerra a chicos recién reclutados” (22). Las críticas, claro está, las dijo cuando la dictadura tenía los días contados. Había que perfilarse con rapidez, cambiar el discurso, borrar el pasado, aniquilar la memoria...

Sabato aclaró, mucho tiempo después, que aquellos que recordaban algunas de sus expresiones nada democráticas pertenecían a una “extrema izquierda” culpable de lanzar una y otra vez “frases calumniosas” contra su persona. En la misma nota, mezclando bronca y soberbia, Sabato extiendió sus ataque: “Sería aleccionador averiguar desde qué lugar del mundo esos infamantes hicieron críticas contra la dictadura militar. Que yo sepa procedían desde el extranjero, desde el Café de Flore, desde México, siempre bien lejos de la policía y de las fuerzas armadas. Aquí nos jugamos la vida, con las amenazas más terribles”, señalaría. En ese mismo sentido, diría en 1994: “Es muy fácil acusar a alguien desde el exterior. Yo, en cambio, enfrenté a la dictadura sin moverme de mi casa de Santos Lugares”. Curiosa forma de “enfrentarse” con los militares la de Sabato, más aún cuando fue vox populi su papel como el intelectual de mayor presencia en los medios de comunicación durante los años del Proceso, incluyendo repetidas apariciones en televisión y también en actos oficiales del gobierno de facto. El final es toda una sentencia: “Todavía quiero agregar algo que me indigna: esos detractores, la mayor parte estalinistas, incluyendo grandes escritores, jamás denunciaron los horrores de aquella dictadura en la Unión Soviética” (23).

Después, llegaría la democracia, el juicio a la Junta, los dos demonios, los aplausos, el papel de sabio o maestro que está más allá del bien y del mal, un país que se muere y otro que bosteza...


Sabato ¿y Argentina?

Repasar viejos diarios, hurgar en el pasado, recopilar frases y opiniones del archivo es una tarea ineludible para entender, a ciencia cierta, quiénes somos como pueblo. De qué forma podemos entender que el señor Sabato sea hoy un referente de los derechos humanos, sino no entendemos cómo está integrada la sociedad argentina, con sus miserias bien ocultas en el ropero. Osvaldo Bayer dice que Sabato es el intelectual que mejor refleja a la clase media argentina, esa clase que miró con simpatía el advenimiento de los dictadores, que salió a festejar el triunfo del mundial o el desembarco en Malvinas mientras en la esquina de su casa torturaban a sus vecinos y se apropiaban de sus hijos. La misma clase media que, ya en democracia, aplaudió de pie las privatizaciones, ignoró los indultos a los genocidas, defendió la convertibilidad, se indignó con la famosa “corrupción” y pidió a gritos el regreso de cierto ministro de Economía que después se fue echado a patadas por los mismos que lo veían como el último recurso. La misma clase media que sólo reaccionó cuando le tocaron el bolsillo, y después volvió en silencio a sus hogares, a sus autos, a insultar a todos aquellos que molestaran su tranquilo tránsito hacia lo más patético de nuestra historia.

Hablar de Sabato es hablar mucho de Argentina, de una parte del país y de su gente. Y la realidad, lo que vemos y leemos, es patético. Muchos siguen ovacionando a sus propios verdugos, perdonando “errores” (que tanto se parecen a los “excesos” de otros tiempos) y olvidando impunidades. Algo malo debe estar pasando.

Notas:

(1) La Nación, 19-6-76.

(2) Los testimonios de Castellani y Ratti fueron publicados en la revista Crisis de julio de 1976.

(3) José Eliaschev, revista Gente, “Sabato: El fin de una era”, 28-7-66.

(4) La entrevista, publicada en el diario El Líder de 1955, integra la recopilación de entrevistas al escritor llamada Medio siglo con Sabato, de Julia Constenla.

(5) Ana Larraín, Cosas de Chile, 1966.

(6) Ibídem.

(7) Franco Mogni, revista Che, 1961.

(8) Entrevista con la revista El escarabajo de oro, 1962.

(9) Entrevista con la revista Siete Días, 1973.

(10) Mona Moncalvillo, Humor, 1981.

(11) Germán Sopeña, Siete Días, 1983.

(12) Bernard Pivot, Le Monde, 1978.

(13) Osvaldo Bayer, Rebeldía y esperanza, 1993.

(14) Ibídem 10.

(15) Juan Gelman, Lesbianos, Página/12, 8-5-96.

(16) Ibídem 13.

(17) Roberto Mero, Caras y caretas, 1984.

(18) Clarín, 5-7-80.

(19) Todas las citas de los escritores pertenecen al libro Rebeldía y esperanza.

(20) Emilio Giménez, Gente, 1971.

(21) Ibídem 13.

(22) Sergio Ciancaglini, Gente, 1982.

(23) Carlos Ares, La Maga, 1995.