lunes, 27 de febrero de 2012

27F: “Nos sorprendió la magnitud de la protesta”


Tronaban las balas sobre el 23 de Enero. La noche cubría Caracas y la tensión llegaba a su punto máximo. Era 27 de febrero de 1989 y Juan Contreras había tenido un día agitado. En la mañana había estado en la Universidad Central de Venezuela (UCV), donde cursaba la carrera de Historia y posteriormente había recorrido el centro y oeste de la ciudad, sin saber todavía que aquello que agitaba las calles era El Caracazo.

En el trascurso de las horas los hechos se precipitarían. Juan ahora los enumera: salir de la universidad, sortear el cordón policial, auxiliar a su amigo Freddy Parra que había recibido un disparo en una pierna, llegar a Plaza Venezuela y comenzar un recorrido frenético que lo llevaría a El Paraíso, el centro de Caracas, El Calvario, la avenida Sucre, para finalmente desembocar en los alrededores del bloque donde vivía con su madre.

Juan cuenta su historia desde un lugar convertido en paradoja. Está en el local de la Coordinadora Simón Bolívar y de la FM Al Son del 23, edificio donde funcionó el módulo de la Policía Metropolitana (PM). Dentro de esas paredes, en otros tiempos, la represión se planeaba para luego tomar las calles de la parroquia.

A 23 años de esas protestas desatadas durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (CAP), Juan recuerda la agitación estudiantil de esos días, la represión policial, y las largas horas de cárcel y tortura.

El detonante para el estallido fueron las medidas neoliberales que el Ejecutivo venezolano había anunciado. Basado en las recetas financieras del Fondo Monetario Internacional (FMI), el gobierno de CAP buscaba liberar la economía, aumentar el precio de la gasolina y el transporte público, como también el de los servicios públicos.

Con una militancia que se remonta a sus doce años, Juan Contreras no duda en dar su primera impresión sobre El Caracazo: “Nos sorprendió realmente la magnitud de la protesta, porque cuando llegamos a Plaza Venezuela la policía siempre tenía la capacidad de frenarnos ahí, pero esa tarde logramos pasar. Recuerdo que algunas personas saquearon un camión de pollos. La gente estaba en la calle y la policía no podía contener las protestas. Era como una histeria colectiva, un estallido de la gente”.

Con la noche colgando del cielo, luego de pasar por El Calvario y detenerse a ver un autobús incendiado, Juan y un grupo de compañeros recorrieron la avenida Sucre hasta el 23 de Enero. En esa parroquia todavía la furia policial no se había desatado.


Allanamientos y represión

Las noticias eran escasas, pero ya se sabía lo que sucedía. Las protestas y disturbios iniciados en las ciudades de Guarenas y Guatire se habían esparcido como pólvora en diferentes puntos del país, principalmente en Caracas.

En el sector La Cañada, en el 23 de Enero, la tensión aumentaba; la gente recorría las calles y saqueaba almacenes y bodegas, mientras el barrio se mantenía en la oscuridad, después que cortaran la energía eléctrica y el agua.

La PM se preparaba para salir. Esperaban refuerzos que no tardarían en llegar. Frente a esta situación que se olía en cada esquina, Juan y algunos compañeros tomaron una decisión. “Lo que optamos fue decir que iba a venir la policía, iba a reprimir y había que prepararse para enfrentar la represión, para defender a la gente que estaba saqueando y no tenía alimentos”, recuerda.

Cuando la noche se cerró sobre el barrio, la represión entró en escena. Mientras la gente resistía lanzando piedras y bombas molotov, la cacería de la PM se encarnizaba. Desde la avenida Sucre y de las alturas de los Flores de Catia, la Guardia Nacional y el Ejército disparaban sin cesar. Con tanquetas y ametralladoras calibre 50, los objetivos eran los bloques de viviendas más cercanos a la avenida. “Esos edificios quedaron como coladores”, dice Juan.

Para el día 28 de febrero, la calma estaba lejos de reinar en el 23 de Enero. Juan estaba en el apartamento de la madre de un amigo, comiendo arepas, recuperando algunas energías gastadas durante esas larga horas. “Por la noche la policía política se metió, con los policías encapuchados, con chalecos y fusiles, allanaron nuestras residencias y fuimos detenidos por la Disip”, relata.

Lo que vino después, para Juan y algunos más, fue sólo represión. Lo sacaron del apartamento, en un piso 13, y lo arrastraron por las escaleras en medio de golpes y patadas; sin mediar palabras, lo trasladaron a una sede de la Disip en Los Chaguaramos. A Juan le quedaban por delante 12 días de encierro, con las garantías suspendidas, interrogatorios, y un sinfín de torturas físicas y psicológicas. “Nos metieron en los tigritos, -cuenta Juan- que son unos cuartos muy pequeños donde casi no te puedes mover. En esos cuarticos nos metían de a cuatro, con las luces siempre encendidas. Había una gran cantidad de personas, porque traían gente de Barquisimeto, de Valencia, de Portuguesa, de Apure. El común denominador de muchos de los que estábamos ahí era que éramos estudiantes universitarios y teníamos algún antecedente en la policía política. Por eso, sencillamente fuimos llevados allí”.

Los días de encierro se multiplicaban. “Nos interrogaban, nos sacaban por la noche, íbamos declarando, hubo gente que fue golpeada en los interrogatorios. En algún momento acordamos que no íbamos a permitir que después de la 1:00 de la madrugada alguien saliera, pero era difícil oponerse a eso, porque los tipos entraban con violencia, sacaban a las personas y era imposible detener esa situación. Ahí duramos 12 días detenidos, sin poder bañarnos, comiendo mal, estábamos hacinados. Los últimos días nos estábamos enfermando de gripe, porque dormíamos en el piso y era mucha gente”, recuerda.


El Caracazo en imágenes

Cuando Juan piensa en las imágenes que todavía le vienen a la cabeza, a 23 años de El Caracazo dice que aunque son varias, la primera tiene que ver con la sorpresa de encontrarse con la rebelión callejera: “Fue un estallido y aunque fue espontáneo, la gente, con el correr de las horas, se fue organizando, haciendo trincheras en cada barriada”.

También le vienen a la memoria los días posteriores, el sentimiento de los pobladores del 23 de Enero: “Había indignación y frustración, porque la gente había salido a la calle a tomar lo que le correspondía, porque no lo podía hacer a través de los sueldos, porque los salarios eran miserables. El paquete de medidas de CAP empobreció a nuestra población. Había un sentimiento de frustración porque quizá el pueblo no se atrevió a tumbar a aquel gobierno, después de haber estado todos esos días en la calle. Pero además el sentido de la represión que se vivió en el 23 de Enero, lejos de que la gente estuviera amilanada, estaba echada pa' lante. A pesar de los muertos, de la sangre derramada, de los presos y torturados, la gente seguía firme en los ideales”.

Pero la imagen que más conmueve a Juan es la de su madre, Carmen Trinidad Zuneaga. “Con el tiempo, veo el rostro con tristeza de mi vieja porque allanan la casa, me están llevando preso, se llevan los libros, los empujones de los policías. Cada vez que veo a mi vieja, que su pelo se le puso blanquito a punta de allanamientos, es el recuerdo que tengo más presente”, dice Juan.

(Publicado en www.avn.info.ve - 26 de febrero de 2012)

miércoles, 22 de febrero de 2012

Malcom X: Revolución para "un mundo mejor" en Estados Unidos


Un disparo retumbó en el Audubon Ballroom de la ciudad de Manhattan. El caos y la desesperación se apoderaron del lugar. Otros dieciséis disparos estallaron y el blanco fue Malcom X, que en ese momento pronunciaba un discurso a sus seguidores.

El traje negro y la camisa blanca que caracterizaban la vestimenta del líder negro ahora estaban manchados de rojo, y en ese auditorio quedaba sin vida una de las personas que más había enfrentado al sistema segregacionista estadounidense.

En medio del descontrol provocado por los disparos, Thomas Hagan fue detenido, mientras que posteriormente los testigos identificaron dos sospechosos más, Norman 3X Butler y Thomas 15X Johnson. Los tres eran miembros de la Nación del Islam, organización que Malcom X había dejado meses atrás, y tras el juicio los sospechosos fueron condenados.

Nacido en 1925 con el nombre de Malcom Little, la historia de “Red”, como era conocido por sus cabellos rojizos, estuvo marcada por la opresión al pueblo afrodescendiente y diversos problemas que lo llevaron a la cárcel.

Su cambio profundo se produjo en 1946 en una cárcel de Massachusetts mientras cumplía una condena por robar una joyería.

Dentro del presidio, donde estaría hasta 1952, Malcom descubrió la lectura y la existencia de la Nación del Islam, organización encabezada por Elijah Muhammad.

Desde ese momento quedaría atrás su vida de proxeneta, adicción a las drogas y ladrón, para convertirse al islamismo y, libre de la cárcel, erigirse en el líder más relevante de la Nación del Islam en EEUU, hasta el punto en que fue directamente invitado por la monarquía de Arabia Saudita a realizar una visita a ese país y realizar la obligada peregrinación a la Meca.

Por ese entonces Malcom agregó la X a su nombre, que simbolizaba el apellido africano original que los negros americanos habían perdido.

En paralelo, se inició su lucha por los derechos civiles y la defensa del pueblo negro, aunque esto incluyera la utilización de la fuerza para defenderse de grupos racistas como el Klu Klux Klan.


En ese momento, el FBI ya había comenzado los seguimientos a Malcom X, conociendo el potencial que desplegaba por todo el país ese dirigente negro, al que no le temblaba la voz cuando llamaba a sus seguidores a que se armaran para resistir las agresiones.

Pero su crecimiento personal y dentro de la Nación al Islam trajo aparejado las envidias de Elijah Muhammad, quien sentía debilitado su liderazgo por las denuncias recibidas de utilizar su poder para abusar de las mujeres.

En 1960, Malcom X recibió al líder cubano Fidel Castro en el histórico hotel Theresa del barrio de Harlem, quien había llegado a Estados Unidos para participar en la Asamblea General de la ONU, como así también en los años posteriores recorrió África, donde se reunió con los máximos dirigentes que impulsaban los procesos de liberación contra el colonialismo.

En 1964 su situación en la Nación del Islam se convirtió insostenible y, sancionado por el propio Muhammad, decidió separase y fundó la Organización de la Unidad Afro-Americana, visualizada por Ernesto Che Guevara como un paso extraordinario en el movimiento revolucionario estadounidense y a la que envió su mensaje esperanzador, leido por el propio Malcom X en una de sus reuniones.

Desde ese momento hasta su asesinato el 21 de febrero de 1965, transcurrieron apenas once meses, donde se pudo ver una radical y profunda transformación en Malcom X.

Desde su postura contraria a los blancos y en defensa exclusiva del pueblo afrodescendiente, “Red” ahora convocaba a la clase obrera estadounidense, conocía las revoluciones de liberación nacional en África y no dudaba en reclamar un profundo cambio de sistema en su país.


En diciembre de 1964, Malcom X denunciaba, en una intervención en la Universidad de Oxford, que la clase gobernante de Estados Unidos “se pasea por toda la tierra presumiendo que tiene el derecho de decir a otros pueblos cómo deben gobernar sus países, cuando ni siquiera puede corregir las porquerías que ocurren en su propio país”.

En ese mismo discurso, dejó en claro de forma concreta sus ideas: “ustedes están viviendo en una época de extremismo, una época de revolución, una época en la que tiene que haber cambios. La gente que está en el poder ha abusado de él, y ahora tiene que haber un cambio y hay que construir un mundo mejor, y la única forma en que se va a construir es con métodos extremos. Por mi parte, me voy a unir a quien sea; no me importa del color que sea, siempre que quiera cambiar las condiciones miserables que existen en esta tierra”.

Silenciado o satanizado por la maquinaria mediática, Malcom X construyó su vida de resistencia en las calles de Harlem, convocó a su causa a cientos de personas, deslumbró con sus discursos a estudiantes y a personajes como Mohamed Ali, uno de los boxeadores más relevantes de la historia del deporte, además de ser una referencia ineludible para los movimientos políticos como las Panteras Negras en las décadas del 60 y 70 dentro de Estados Unidos.

(Publicado en www.avn.info.ve - 22 de febrero de 2012)

martes, 14 de febrero de 2012

El Caracazo: ensayos y análisis para mantener viva la memoria



El neoliberalismo encarnado en el Fondo Monetario Internacional (FMI), la corrupción estructural implantada por la Cuarta República y la pauperización de la población venezolana que estalló el 27 de febrero de 1989, son los ejes centrales que recogen los ensayos y artículos reunidos en El Caracazo, publicado este año en la colección "4F. La Revolución de febrero".



Entre los autores que aparecen en el libro se destacan Federico Álvarez, Luis Cipriano Rodríguez, Arnaldo Esté y Raquel Gamus Gallego. Además se presentan los análisis realizados por la Asociación de Profesores de la UCV, el Consejo Nacional de los Trabajadores y el Pueblo, y la Federación de Asociaciones de Profesores Universitarios de Venezuela.

Los textos formaron parte del séptimo volumen de Tierra Firme. Revista de Historia y Ciencias Sociales, publicada en enero-marzo de 1989.


Sobre el estallido social del 27 de febrero de 1989, conocido como El Caracazo, Álvarez cita al francés Raymond Boudon, quien sostiene "que la gente no se mueve tanto bajo la presión de los sufrimientos presentes, como en función de la pérdida de las expectativas futuras. Es capaz de hacer sacrificio, de aguantar los 'ajustes', siempre que vea una luz al final del túnel".


Por su parte, Gamus Gallegos efectúa un recorrido por la historia venezolana desde los años 50 del siglo XX. Describe el imaginario instalado por los partidos políticos AD y Copei: "El éxito quedaba solo asociado a la riqueza, a lo superficial; el cómo se había alcanzado carecía totalmente de importancia dentro de este nuevo esquema moral. Progresivamente, dirigentes y militantes de la izquierda se fueron incorporando a este modelo, bien actuando como empresarios, bien vinculándose al poder".

En pocas líneas, Rodríguez también da una visión de El Caracazo: "Resulta evidente que el 27 y 28 de febrero hubo un estallido social. Su modalidad y procedimiento fueron distintos a los de otras experiencias venezolanas del pasado; sin embargo, esta también fue una protesta contra explotadores y opresores de diverso signo. El abasto, la carnicería y la camioneta de pasajeros fueron esta vez los símbolos inmediatos de una vida cotidiana caracterizada por diferentes formas de violencia; consiguientemente, la acción espontánea de los manifestantes se orientó hacia tales negocios, quemándolos y saqueándolos. Durante esos días 'hubo de todo', con múltiple participación desesperada, donde diferentes capas populares -incluyendo sectores medios- desbordaron sus descontentos, frustraciones e incluso, deformaciones".


El detonante de El Caracazo está resumido por Álvarez, al detallar que "estadísticas oficiales corroboran lo que el ojo ve en los cerros y quebradas. Pobreza crítica que supera el 30 por ciento, marginalidad situada en más del 50 por ciento, las dos terceras partes de la población con ingresos familiares inferiores a 9 mil bolívares, frontera para la subsistencia".


Escritos sobre las llamas de la revuelta social, estos ensayos y análisis tienen la particularidad de hurgar en los diferentes vértices que desembocaron en El Caracazo, describiendo el status quo sostenido por el entonces gobierno de Carlos Andrés Pérez, pero también utilizando la visión crítica hacia el desempeño de la izquierda venezolana de ese momento.

La denuncia del aparato represivo de la Cuarta República, el desguace del Estado en Venezuela, la dependencia hacia Estados Unidos y los organismos financieros internacionales, y la respuesta popular frente a la explotación, forman parte de un libro que se abre como la paleta de un pintor donde colores, matices y furia desembocan en el 27 de febrero de 1989.

(Publicado el 14 de febrero de 2012 en www.avn.info.ve)

jueves, 9 de febrero de 2012

Imágenes Redondas


Hay muchas imágenes de los recitales de Los Redondos. La caravana de gente caminando hacia el estadio, banderas surcando el cielo, la policía acechando, nosotros más unidos que nunca porque sabemos que en ese momento somos una sola persona; la noche cerrada y atravesada por los fuegos de las bengalas, canciones que estremecen a miles al mismo tiempo, las caras de felicidad que crecen mientras los acordes transforman la respiración en música profanas, única, siempre irrepetible y sanadora, cargada de rabia y paz, todo a la vez, un sinfín de sensaciones históricas.

Pero las imágenes que más recuerdo son de Mar del Plata. Era 1999 o el año 2000. Los Redondos y los que los seguíamos estábamos con la soga cada vez más cerca del cuello. El invierno no daba tregua y la policía tampoco. Cuando pisamos la estación de trenes de Constitución supimos que esos días iban a ser largos y complicados. En la estación retumbaban las balas de goma, la gente corría, los policías provocaban y se relamían.

El viaje en tren hasta Mar del Plata pasó del caos total a despertarnos en una mañana congelada y gris.


La ciudad estaba militarizada porque nosotros queríamos escuchar rock. Y por eso las balas de goma seguían silbando y los gases lacrimógenos nos ahogaban.

Al mediodía hubo un poco de calma, apenas unas horas de tregua.

Nos habíamos alejado del estadio donde a la noche era el recital. Pateábamos las calles buscando un almacén donde comprar vino. La gente estaba feliz, aunque la violencia de la policía dijera lo contrario.

Compramos unas botellas y nos sentamos en el portal de un negocio cerrado. Nos sacamos una foto, que todavía anda por ahí. El sol calentaba un poco los cuerpos. Queríamos que el recital comenzara ya, queríamos saltar, cantar, emocionarnos con Un ángel para tu soledad o lagrimear con Juguetes perdidos y el recuerdo de Walter.


Cuando terminamos las botellas volvimos a caminar. En una de las esquinas había una casa en construcción cercada por chapas. Antes de cruzar la calle, una de las chapas se levantó y salió una chica. Atrás de ella salió un chico. Sus caras despedían dulzura, las sonrisas les iluminaban los cuerpos. Esa es la imagen. ¿Dónde se habían conocido? Tal vez en el tren, o hace años atrás. No importaba, ellos estaban felices.

Ella era morocha, la piel blanca, el cuerpo flaco ajustado en unos jeans, una remera roja y una campera negra. Él tenía la cara parca, el cabello corto y negro, los brazos tatuados. Los dos emanaban el exacto espíritu de un recital de Los Redondos. Era su día, su momento de gran comunión, veinticuatro horas para conocerse, disfrutar, amarse, tocarse y gozar de sus cuerpos, del dulce humo que bañaba a la ciudad, de la tranquilidad de saberse parte de una gran familia leal y arriesgada.

Los chicos se alejaron tomados de la mano. Él después la abrazó y sus cuerpos se pegaron.

Ni el frío, ni las balas de gomas, ni la inconciencia con la que nos acusaban, los iban a separar.

(Caracas, 3 de diciembre, 2011)

lunes, 6 de febrero de 2012

La habitación


Encerrado, piensa, encerrado en esta habitación y ni una gota de nada. La mañana sube desde el horizonte y los rayos de sol asoman por esa línea a la que nunca nadie pudo llegar. No hay palabras, ni cigarrillos, ni vino que tomar, apenas una ventana y la posibilidad de observar un patio desprolijo con el pasto alto, dos o tres árboles torcidos y gruesos, y una carretilla oxidada y agujereada que sirve de macetero.

Sigue pensando y no recuerda cuándo entró a la habitación. Su llegada fue una posibilidad que consideró única, el momento que había deseado desde hacía años. La tranquilidad de la soledad, el silencio que abre las puertas a la imaginación, la sensación de que el mundo está congelado mientras un río de palabras fluye torrencial. Pero eso fue antes de cruzar la puerta.

Ahora era no saber. Se sienta, intenta pensar, recordar algo fugaz, una figura simple y concreta que le permita confirmar que salió de la habitación. Sabe que tiene una ex esposa y dos hijos. Recuerda que trabajaba de corrector en una revista. Reconoce ciertos fragmentos lejanos de su vida. Lo demás es una laguna infinita y borrosa. Junta fuerzas para recordar más, pero no tiene noción de lo que hizo ayer.

En la habitación hay un teléfono. Agarra el tubo y escucha. Silencio. También hay una puerta por la que puede salir. No tiene ánimos de hacerlo. Va hacia la cama, se sienta y deja caer la cabeza sobre sus rodillas. Se recuerda en un banco de la estación de subte Castro Barros. Las paredes con cerámicas, el calor pegajoso, las luces blancas y los ruidos de la calle que se filtran por las ventilaciones. No hay gente. Pasa el subte y los vagones destartalados de madera se convierten en continuos flashes amarillos.

No recuerda nada más.

Camina hasta la mesa donde hay una pila de hojas blancas. En una esquina, diez o doce hojas escritas. Es su novela, o lo que deseó en algún momento. Lee con atención aunque la mente se dispersa. Vaguedades, piensa, palabras amontonadas que apenas tienen coherencia. Balbucea que algo no funciona. ¿Hace cuánto tiempo está encerrado? ¿En qué instante el mundo exterior se volvió hostil y ajeno?

Entra al baño. Se mira al espejo y su cara sigue igual, pero siente los gestos inexpresivos y distantes. Abre la canilla y se lava la cara. La piel se enfría y estira, disfruta el agua fresca sobre su rostro.

Se dice, convencido, que va a escribir, que a eso vino, que dejó todo por esas hojas blancas que se levantan prolijas sobre la mesa.

Soledad y silencio, piensa, eso buscaba. Tiene que escribir, anular los interrogantes y vacilaciones, reprimir los pensamientos innecesarios, y comenzar a trazar las líneas que lo encerraron.

Antes de escribir, rodea la habitación con la vista. Busca un libro, ninguno en particular, solo quiere saber si llegó con un libro. Alguna vez leyó que ante el terror de la escritura, un buen antídoto es leer a los autores preferidos. En la habitación no hay nada fuera de los común: la cama contra la pared, una mesa de luz en el costado izquierdo, un velador de pie a la derecha, un armario, la mesa que sostiene las hojas y dos sillas.

Anochece y los sonidos nocturnos nacen calmos, espaciados, regalan tranquilidad. ¿Cuántas horas estuvo sentado frente a la mesa? Dentro suyo no hay nada.

Siente que afuera palpita una ciudad y su cuerpo se estremece. No tiene una historia, ni fuerzas, ni esa electricidad que le corría por todo el cuerpo cuando escribía en el caos de sus días pasados. Duda otra vez, como lo hizo desde que entró en la habitación.

Nada lo detiene para salir, y eso hace. Sabe que en aquellas calles está lo que busca.

(Caracas, enero de 2012)