domingo, 23 de diciembre de 2012

Bravos de Apure: Desarrollo productivo sustentable en Los Llanos venezolanos


El camino de tierra desde la carretera hasta el casco principal del Hato El Cedral es de 10 kilómetros que se recorren en medio del calor abrasador mientras se contempla un paisaje donde chigüires, babos y cientos de aves se entremezclan entre árboles y pantanos, que se extienden hasta esa línea inalcanzable donde tierra y cielo se unen.

Desde hace cuatro años, en estas 53.000 hectáreas recuperadas por el gobierno venezolano y divididas en 17 fundos, funciona la Empresa Socialista Ganadera Agroecológica Bravos de Apure (ESGA-BA), asociación totalmente autosustentable que brinda trabajo a 180 personas, con una profunda relación con los consejos comunales y comunidades indígenas de la zona.

Al final del camino de tierra, hacia la derecha, se levanta el Campamento Turístico Matiyure, con sus cabañas rodeadas de árboles, plantas y pájaros. Más adelante comienzan los corrales, el comedor de los trabajadores de Bravos de Apure, las oficinas administrativas, la escuela primaria Ezequiel Zamora, un infocentro y los talleres para reparar la maquinaría.

El coordinador del área social de la compañía, José Gregorio Rodríguez, saluda con un apretón de manos, una fuerte palmada en la espalda y su voz vigorosa no da tiempo para nada: comienza a hablar y la historia del Hato El Cedral se escurre por su boca.

Durante 10 años trabajó en El Cedral, cuando era administrado por la empresa privada Compañía Venezolana de Ganadería (Covagen), tras lo cual volvió a Elorza, su pueblo natal, para luego retornar hace poco más de tres años a Bravos de Apure.

José enumera y es casi imposible interrumpirlo: en apenas cuatro años la empresa -90% en manos estatales y 10% de Covagen-, puso en funcionamiento el plan "punto y círculo", el cual le permite mantener lazos de colaboración en 50 kilómetros a la redonda con 13 consejos comunales, seis escuelas rurales y las comunidades indígenas en la zona de Trinidad de Arauca.

Bravos de Apure cuenta con 15.656 animales y este año ha comenzado con un rebaño de 1.400 búfalos. En el poblado de Guásimo, la empresa tiene una planta de ordeño y producción de queso, de la cual se obtienen 100 kilos diarios.

"El queso lo vendemos con los consejos comunales a precio solidario, porque nuestro lema es contribuir al desarrollo alimentario autosustentable del país. De esta manera comercializamos a menor costo para bajar el precio que ponen los grandes terratenientes. El kilo de queso se vende a 30 bolívares, como dice la Gaceta Oficial de la CVAL (Corporación Venezolana de Alimentos)", organismo público del cual depende la empresa.

La firma estatal vende animales machos, de los cuales se producen anualmente 1.500, así como ganado que ya no da leche. A esto se suma la crianza "del ganado llamado F1, que es doble propósito, porque se obtiene carne y leche. Criamos animales resistentes al sol y la pastura. Producimos novillas hembras de primer parto entre 8 y 10 litros en la zona", detalla José.

El desarrollo social de Bravos de Apure en los llanos comprende desde la educación hasta la alimentación, pasando por la generación de trabajo. Dentro del Hato El Cedral funciona la escuela primaria Ezequiel Zamora, construida hace pocos años, donde no sólo los hijos de los trabajadores pueden estudiar, sino también un grupo de niños del poblado de Mantecal.

La escuela está conformada por dos largos pabellones, donde un total de 45 niños y jóvenes cursan sus estudios de lunes a viernes. Los alumnos reciben el desayuno, el almuerzo y la cena, y en la semana se quedan como internados. El fin se semana es cuando se trasladan a sus casas en los poblados cercanos para pasar sábado y domingo junto a sus familias.

En Bravos de Apure a su vez funcionan las misiones educativas Robinson, Ribas y Sucre. José relata que "hace cuatro días se graduó una trabajadora de la empresa que ahora es Licenciada en Educación. Comenzó en la misión Robinson y después fue a la Ribas. Ahora hay una sustentabilidad del buen vivir del trabajador. Antes más de 80 trabajadores firmaban sus contratos con el dedo".

La misión Saber y Trabajo también es aplicada en la empresa y ya dio los primeros resultados: de las 20 personas que ingresaron a ese proyecto, seis laboran en el Centro Turístico Trinidad de Arauca, que depende de la compañía, y otros tres en Matiyure.


Entre plantas, caimanes y recuerdos

Dany Daza camina bajo el sol del mediodía y no se inmuta. Cualquier visitante que lo acompañe puede caer mareado por el calor y la humedad, pero él sigue tranquilo y sin apuro. Es técnico superior en Agroalimentación y trabaja en Bravos de Apure hace siete meses.

Entre las muchas labores que desempeña en la empresa, se encuentra el cuidado del vivero donde se plantan tecas, cedros y caobos. Dany también se encarga del criadero de caimanes y tortugas, y del mantenimiento del museo Ramón Arbujas, el primer biólogo que estudió la fauna y la flora de El Cedral.

En estas áreas trabajan siete personas, que se reparten los días entre el riego y desmalezamiento de las plantas, la limpieza del criadero y la alimentación de caimanes y tortugas.

"Nuestra relación es excelente, me trato con todo el mundo, no importa si tengo un nivel inferior o superior en la empresa. Aparte participamos en las asambleas que se hacen, hablamos en la reuniones sobre las quejas y sobre lo que se hace bien. Todos participan", dice Dany.

En el museo Ramón Arbujas se puede disfrutar de la historia de El Cedral a través de un sinfín de fotos tomadas por los propios trabajadores. Además de las láminas que explican el clima, la fauna y la flora de los llanos, hay una sección interactiva donde se observa un video producido por los biólogos de la empresa.

El año pasado, dice José Gregorio Rodríguez, en Bravos de Apure "se produjeron 500.000 tecas, de las cuales 250.000 fueron entregadas gratuitamente a los consejos comunales".


"Más vale lo humano que una vaina material"

Rafael Romero trabaja en El Cedral hace 17 años. Ahora se desempeña como jefe de seguridad y en compañía de apenas 18 personas cuida las más de 50.000 hectáreas que comprende la empresa. El principal peligro es la caza ilegal de chigüires y babos. Aunque son pocos los que custodian el lugar, reconoce que por estos tiempos no han tenido mayores inconvenientes.

La seguridad del hato se coordina con la Guardia Nacional y el Ejército, aunque en los primeros tiempos no era extraño que los trabajadores de la seguridad encontraran a policías tratando de cazar algún animal. A Rafael le molesta esto, pero repite que ese tipos de hechos casi no se producen.

La extensión del hato es poblada por unos 12.000 chigüires y 4.000 venados, a los que se suman más de 300 especies de aves, babos, caimanes y anacondas, remarca Rafael. Sobre la labor social de Bravos de Apure, explica que en estos cuatro año se pudieron construir 42 viviendas para la comunidad, con fondos de la propia compañía estatal.

La caza de chigüires y babos se realiza en un período determinado y debe ser habilitada por el ministerio del Ambiente. En 2011, recuerda, se obtuvieron 467 babos, de los cuales se comercializó su carne y cuero. En el caso de los chigüires, deben ser atrapados los de mayor edad. La principal fuente de venta de la carne de estos animales son los 13 consejos comunales que trabajan junto a la empresa.

En Bravos de Apure, tras un recorrido frenético de apenas dos días, se entiende que algo ha cambiado, no sólo en la capacidad de producción que convierte a esta empresa sustentable, razón por la cual no necesita un presupuesto designado por el gobierno nacional. La profunda transformación la resume Rafael con una frase: "Aquí más vale lo humano que una vaina material".

(Publicado 22 de diciembre de 2012 en www.avn.info.ve / Fotos: Emilio Guzmán)

sábado, 22 de diciembre de 2012

El vengador del dedito


La historia fue así: anoche estaba con mi chica y unos amigos y amigas en Sábana Grande, disfrutando del concierto de Skatalais, demasiada buena vibra en el lugar, toda la gente bailando, saltando en medio del calor y la dulzura del aire. Entonces, casi al final del concierto, se me acerca un flaco, barba, pelo largo, medio coloradito, bastante más alto que yo. En medio de la potencia musical de los Skatalais, me pregunta si soy español. Que me pregunten eso ya no me extraña ni molesta, porque con mi cara de gringo es común que me hablen en inglés como si fuera mi lengua materna o me confundan con europeo. Le respondo al pibe: "No, hermano, soy argentino". Pensé que él también era argentino, pero no. Sin dejarme decir nada más, dispara: "Tu no entiendes nada de lo que pasa acá". Y empujándome con su dedito índice (muy valiente ese dedito), me regala: "Eres una jalabolas y un pajuo". Delante mío, un señor le dijo al muchacho del dedito valiente que se calme, que todos estamos disfrutando de la música. 

¿Cuál fue la razón para que ese pibe -y su dedito vengador-, se comportara así? Yo había tenido la genial idea (bastante molesta para él, por lo visto) de ponerme una franela con los ojos del presidente Chávez. 


Y acá viene la reflexión: hay que estar bastante afectado mentalmente como para estar pendiente (en el caso del muchacho del dedito) de rastrear a tipos (mi caso) con caras de gringos, con franelas con la imagen del Jefe en medio de un concierto hermoso, y cuando lo tenés en la mira, encararlos y, como decimos por el sur, bardearlo de arriba a abajo. Hay que tener la cabeza rellena de alpiste para pensar (como fue el caso del muchacho del dedito heroico) que una bravuconada de esa calaña pueda afectar a alguien que apoya el proceso revolucionario que vive Venezuela. Aparte, ¿qué carajo hacía el muchacho del dedito, si por lo visto es tan radicalmente opositor, disfrutando de los Skatalais en un concierto organizado por Pdvsa La Estancia? Porque si ese jovencito, de ímpetu rebelde e implacable (eso lo debe pensar él), en vez de molestar a la gente -sobre todo a los que venimos de otros países a conocer y vivir en un país que es ejemplo en el mundo-, se relajara cinco minutos, se dejara llevar por el buen dub de los Skatalais y fumara un poquito de ganya para bajar tensiones, su vida (y sólo su vida, porque la mía es demasiado buena y feliz), podría ser un poco más atractiva. Pero no. Ciegos, nublados por el odio, obtusos a niveles nunca antes visto, los opositores venezolanos (espero que no todos, aunque lo dudo) lo único que pueden hacer es eso: bardear, molestar, agredir, comportarse como niños caprichosos y mal criados. 

Dos cosas me quedaron de esa situación vivida anoche: el señor que estaba delante mío, y que le pidió al muchacho del dedito que se calmara, después me pidió disculpas. No es la primera vez que me pasa de estar presente durante un ataque de ira de algún opositor (momentos donde se ven las escenas más increíbles de racismo), y que otra persona presente en el lugar después me pida disculpas por la actitud de ese lunático. Lo otro que me quedó: cuando el vengador del dedito se fue casi corriendo tras decirme todo eso, intenté salir a buscarlo y aclararle algunos puntos (sobre todo que alguna de mis manos le aclare a su cara ciertas cosas), pero alguien me dijo: "Cuando ellos tengan ocho millones y medios de votos, entonces hablamos..." Me quedo entonces con los Skatalais, con el señor que me pidió disculpas, con toda esa gente linda que se reunió en Sábana Grande y con Chávez... Punto, final...

(Caracas, 22 de diciembre, 2012)

viernes, 21 de diciembre de 2012

El Canario de Apure: 80 años a paso de vencedores


Se acerca con paso lento, apoyando el bastón en la tierra. Con apenas 80 años, El Canario de Apure no ha perdido ni la elegancia ni la voz. Con un sombrero negro del que nunca se despega, saluda, estrecha las manos y su sonrisa es una línea blanca en la piel morena y curtida por el sol de los llanos venezolanos.

"Vamos a paso de vencedores", responde cuando un grupo de trabajadores le pregunta cómo anda. Enrique Aguirres Contreras es bajo, fornido, de pisadas cortas y firmes. No existe persona en los llanos apureños que no lo reconozca.

Es una mañana fresca en la Empresa Socialista Agroganadera Marisela, ubicada en el hato El Frío. El sol todavía no se ha transformado en una brasa ardiente que cuelga del cielo.

-"Epa, Canario, ¿cómo va la vaina?", dice una voz.

El Canario saluda con un movimiento de cabeza y se acerca para devolver la gentileza. Nacido en el vecindario El Jobo, del pueblo apureño de Achaguas, donde todavía vive, Aguirres Contreras es poeta, músico, cantante y escultor. Sus cualidades de artista las lleva siempre con él: en medio de una conversación recita un poema donde los llaneros son los protagonistas, recuerda actuaciones y viejas grabaciones en las que participó, o explica de dónde viene su inspiración cuando talla la madera.

"Lo que miro, lo hago, y lo que no también. Cuando salgo y me inspiro meto todo en la computadora de la mente", dice con frases cortas y un tono de voz difícil de captar.

Al referirse a la música de estos tiempos, Contreras es sincero y afirma: "Lo que me arrecha de los cantantes nuevos es la corrida de güevonadas y malas palabras que dicen".

Los días del Canario se reparten entre su familia, su trabajo como promotor cultural en Apure y actos y recitales a donde es invitado.

-¿Y qué talleres da?

-Cualquier vaina, responde, pero en realidad, los talleres van desde la teoría musical a la confección de bordados campechanos.


Sobre su familia, Aguirres Contreras resume su historia con pocas palabras también: "Entre hijos, nietos y bisnietos tengo buenos votantes para ganar una alcaldía".

Entre los títulos que carga el Canario sobre su espalda se encuentran ser el primer cantor que grabó un disco de música llanera, en 1950, y haber sido galardonado como patrimonio cultural viviente de Apure.

"Yo soy práctico, en toda la vida hay que ser práctico, en política también", dice Contreras, mientras camina hacia un grupo de trabajadores que debajo de unos árboles se toman un descanso después de vacunar y arrear ganado. Cuando El Canario se acerca otra vez los saludos se entrecruzan y, sin que nadie lo proponga, lo invitan a comer un poco de carne en vara, que se asa a fuego lento en un reparo de árboles y plantas.

"A uno lo que le provoca lo puede hacer cuando está vivo, porque después es otra vaina", señala Contreras.

En uno de los árboles cuelga una media res. Uno de los trabajadores llena una bolsa con carne y se la ofrece al Canario, que sigue mirando a todos con sus ojos achinados y caídos, que por momentos lo muestran distante y huidizo.

"Llanero es cualquier cosa aunque usted se lo figure", dice el Canario antes de despedirse hasta la próxima.

(Publicado el 21 de diciembre de 2012 en www.avn.info.ve - Fotos: Emilio Guzmán)

domingo, 2 de diciembre de 2012

“Mi Hemingway personal”, por Gabriel García Márquez


(La perfección y la belleza. Es la síntesis que Gabriel García Márquez logra en este relato-prólogo que acompaña la edición de los cuentos completos de Ernest Hemingway. ¡Salud!)


Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.

Por una fracción de segundo –como me ha ocurrido siempre– me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una acera a la otra: “Maeeeestro”. Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: “Adiooooós, amigo”. Fue la única vez que lo vi.

Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier-Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre.


No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque éste no parecía tener un sistema orgánico para escribir sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio.

No sólo por sus libros sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review, enseñó para siempre –contra el concepto romántico de la creación– que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. “Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer –dijo–, sólo la muerte puede ponerle fin.” Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar el día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.

Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.


Un solo disparo de Francis Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió “como un gato doblando una esquina”. Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que sólo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria –como el iceberg– sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.

Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: “Gato bajo la lluvia”. Sin embargo, aunque parezca una burla de su destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda: Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres de diálogos de la historia de las letras. Cuando el libro se publicó, en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su mejor novela sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus libros dejó tanto de sí mismo, ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural, era la prefiguración cifrada de su propio suicidio.Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no tenía un plan preconcebido para componer el libro sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos –según él mismo le contó a George Plimpton– fueron “Los asesinos”, “Diez indios” y “Hoy es viernes”, y los tres son magistrales.

Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la place de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable, y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados, que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. “Eres mía y París es mío”, escribió para ella, con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 112 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenia, con sólo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores, de artistas y pistoleros que sólo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con sólo mencionarlos. En Cojímar, un pueblecito cerca de La Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano, donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la sola magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro –que es un empecinado lector de literatura– y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. “Es el maestro Hemingway”, me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina –veinte años después de muerto–, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la acera opuesta del bulevar de Saint Michel.

(Gabriel García Márquez)