miércoles, 30 de enero de 2013

"Mecánicos", de Osvaldo Soriano, y un recuerdo...



(Empecé a leer de la mano de mi abuela Ñata y de Osvaldo Soriano. El primer libro fue “Cuentos de los años felices”. Al poquito tiempo de arrancar con ese libro, Soriano se murió. Y la imagen de esa pérdida fue verlo en la televisión a Charly García entrando al funeral de Soriano. Charly parecía una muñeco desarticulado entre la gente, con los brazos y piernas larguísimas tratando de pasar en medio de la muchedumbre. A veces pienso si será verdad eso que vi, pero ya no me importa porque me gusta tener esa última imagen de Soriano con Charly de por medio. “Cuentos de los años felices” me enseñó, sobre todo, a entender un poco más a mi viejo, sus cosas, mis rabias por sus cosas, el club, los amigos (gomías, dice él todavía), esa ternura que tiene y a la que hay que llegar después de escarbar un rato en su cara seria y silencios. Hace 16 años se murió Soriano. Simplemente, un bajón).


Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día. indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.

Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.

A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.

–Sos un cabeza hueca–me decía.

Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.

Me miró y dijo: “Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés”. Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.

Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba “jCarajo, qué mal trabajan los franceses!” y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:

–Doce– le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.

Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.

Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.

–Andá–me dijo–. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.

Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

(Mecánicos aparece en "Cuentos de los años felices")

lunes, 21 de enero de 2013

Ciudad comunal Simón Bolívar: tierra sembrada por el poder popular


En el punto justo donde los estados Apure y Barinas se unen, en el poblado de Guacas, una casa sencilla y colorida se levanta entre árboles y brisa fresca. Flamea una bandera amarilla y roja, con la cara de Ezequiel Zamora en el centro. En una de las paredes de la entrada hay un afiche con la cara del presidente Hugo Chávez y en letras grandes una indicación: "Punto Rojo".

En ese lugar funciona uno de los locales del Frente Nacional Campesino Ezequiel Zamora (FNCEZ). Desde ese poblado, donde el calor apureño se apacigua y permite disfrutar de un clima más fresco, hasta Guasdualito se despliega la ciudad comunal Simón Bolívar, experiencia nacida a pocos meses de un momento complejo para el país: el referendo constitucional impulsado por el gobierno del presidente Chávez en 2007. En ese entonces, el mandatario venezolano estuvo en el Hato El Cedral, donde un grupo del FNCEZ le entregó la propuesta de la ciudad comunal.

A partir de ese encuentro, y con base en la ley de las Comunas, en Apure comenzó esta iniciativa conformada por ocho comunas de las parroquias San Camilo, Urdaneta y Guasdualito, del municipio Páez. A esta experiencia se suman otras de igual naturaleza adelantadas por el FNCEZ, como una comuna en Biruaca, Bajo Apure, y seis comunas más en el casco urbano de Guasdualito, éstas últimas conformadas por 36 consejos comunales.

Antes de encender la grabadora y que las horas pasen entre preguntas y respuestas, en el local los militantes del FNCEZ sirven jugo, acercan sillas y muestran, orgullosos, el estudio de la FM 96.3, radio "Bolívar Vive". Entre las líneas estratégicas de esta organización, la comunicación juega un rol fundamental.


Valores y autogobierno

El fin de la Ciudad Comunal es lograr el autogobierno, objetivo que los miembros del FNCEZ entienden como la toma de decisiones en asambleas de pobladores, la formación política, el impulso de la cultura del trabajo como motor fundamental, y la conciencia que debe tener cada uno de los miembros de la ciudad sobre su responsabilidad ante la comunidad.

Braulio Márquez, que ahora se encuentra en el estudio de la FM "Bolívar Vive", lo explica así: "Entendemos que todo no lo puede dar el gobierno, porque tenemos que generar y crear condiciones de una nueva cultura, de nuevos valores socialistas. Las cosas nos tienen que costar a todos, al colectivo, porque el pueblo debe asumir su rol protagónico". Para Márquez, "sería contradictorio que el gobierno nos hiciera todo; tenemos que ser nosotros mismos el gobierno, y no ser parte del problema, sino de las soluciones".

En la ciudad comunal el funcionamiento se basa en reuniones y actividades laborales, donde "una familia coloca una lámina de acero, la otra un bulto de cemento, la otra tantos bloques y un día se reúnen todos en cayapa y hacen la infraestructura de la casa de la comuna", explica Márquez.

Con este método, en la zona han levantado ocho estructuras construidas por los mismos pobladores. Además, los habitantes se ocupan de la limpieza de la vialidad y del tendido eléctrico.

Cuando la ciudad comunal dio sus primeros pasos, el gobierno nacional colaboró en el diagnóstico de la zona y el financiamiento de los proyectos iniciales. En ese momento, la ciudad recibió el kit de maquinarias amarillas, entre jumbos, gandolas y camiones. A partir de esa ayuda, quienes habitan la ciudad comunal se hicieron cargo de los días por venir.

Como ejemplo, Márquez cuenta que si un Patrol, una máquina pesada para remover tierras, "va a una comuna, toda la comunidad es responsable del mantenimiento, del sostenimiento del chofer y del operador. Si a la maquinaria se le daña algo, la comuna que está siendo beneficiada es la que coloca el dinero para la compra del repuesto. De esta forma, el mismo pueblo asume su compromiso: ser parte de la solución, y que duelan las cosas. Esta cultura ya ha generado una nueva conciencia".


Organizar y crecer

Además de la ciudad comunal, el FNCEZ cuenta con la Unidad de Producción Socialista Jorge Eliécer Nieves, a pocos kilómetros de Guacas, que produce leche, carne, cachamas, yuca, arroz, frijol y maíz. A su vez, en la ciudad ya se construyen seis casas levantadas por los mismos pobladores. La organización cuenta también con dos asentamientos campesinos que en total abarcan 7.500 hectáreas de tierra.

Yorlis Fernández, miembro del FNCEZ, señala que en ese espacio "cada familia tiene un patio productivo e individual, donde produce para su beneficio personal. De cinco días de la semana, la familia trabaja tres días en tierras colectivas y dos días en su unidad de producción individual. Todo lo que se produce en el área colectiva es para el beneficio de la comunidad".

En la zona urbana, con financiamiento del presupuesto participativo de la alcaldía de Guasdualito, las comunas llevan adelante cooperativas de calzado, de confección de jeans y una pequeña fábrica de plástico. Fernández reconoce que el principal obstáculo que tienen en estos proyectos es la falta de una mayor "asistencia técnica, cómo se administra, cómo se lucha en el ámbito del mercado tradicional con una empresa integrada por gente que no tiene conocimiento de economía y marketing". La cooperativa de calzado es la que mejor funciona, según Fernández, y vende los pares de zapatos de cuero a cien bolívares cada uno, lo que les ha permitido realizar operativos de venta en San Fernando de Apure y en Caracas.

(Publicado en www.avn.info.ve - Fotos: Emilio Guzmán)

viernes, 4 de enero de 2013

Autogestión y producción comunal caracterizan la UPS Jorge Eliécer Nieves


Unos kilómetros antes de llegar al poblado de Guacas, donde Apure se funde con el estado Barinas, se levanta desde hace tres años la Unidad de Producción Socialista Jorge Eliécer Nieves, que forma parte de la ciudad comunal Simón Bolívar.

Trabajo autogestionado, comunal y planificado son las características principales de este proyecto, a lo que se suma la formación de una nueva conciencia para producir en el campo venezolano.

El casco central de la unidad agroganadera se divide en una casa larga color barro. Al fondo de la edificación se ubican algunos corrales y una estructura en ejecución donde funcionará el comedor de los trabajadores; un poco más lejos, se encuentran los piletones en los cuales se crían cachamas. A un costado, en un tanque amarillo y rojo, se dejan ver las figuras de Ezequiel Zamora, Hugo Chávez, Simón Bolívar, Fidel Castro, Ernesto Guevara y Simón Rodríguez.


Sin patrón ni empleados

El calor de los Altos Apureños ha dejado paso a una brisa fresca. Amparo se acerca despacio y con una voz suave y tímida ofrece algo para tomar. Esta mujer de poco más de cincuenta años, de pelo negro y brillante, en pocos minutos sirve una limonada dulce y fría que todos comparten.

Hace tres años, el consejo comunal Jorge Eliécer Nieves puso en funcionamiento la unidad de producción. En la actualidad cuenta con 32 cabezas de ganado que producen entre 72 y 74 litros de leche diarios, 11.500 alevines de cachamas que dentro de seis meses estarán listos para su venta, además de hectáreas con siembra de arroz, yuca, frijol y maíz, y un proyecto de autoconstrucción que ya tiene sus primeros resultados: en los alrededores de Guacas, seis viviendas con tres habitaciones y espacios amplios están a punto de ser terminadas.

Willy Ríos, de 24 años, es ingeniero en producción y trabaja en la Jorge Eliécer Nieves desde que empezó a funcionar. Durante cuatro días de la semana se encarga, junto a sus compañeros, de que la UPS produzca para la propia comunidad bajo un modelo que derrumba los parámetros impuestos desde hace años por el capitalismo.

“Comenzamos a las 8:00 de la mañana y hacemos planificaciones cada 15 o 20 días a través de comisiones de trabajo”, explica este muchacho de contextura delgada, sombrero llanero y verbo contundente.

Su historia puede ser la de cualquiera de sus compañeros que decidieron apostar por un cambio profundo: “Antes trabajaba con los privados, con los capitalistas”, dice. Por estos días, Willy no tiene ni patrón ni empleados, al contrario, resalta su labor cotidiana: "lo que uno lleva en la sangre es la parte social, trabajar en comunidad, aprender y tratar de construir un modelo de producción diferente”.

“En el capitalismo lo único que se hace es dar ordenes y hacer cumplir ordenes, pero acá es más humano, no se ve la explotación, no explotas al hombre sino que conversas con él para lograr el objetivo de aumentar la producción”, afirma.

Del total de producción de leche que genera la unidad de producción , la mayor parte se vende a precios solidarios en la comunidad y el resto se comercializa, al igual que las cachamas.

Los excedentes que obtiene la empresa son aportados a la propia comunidad. Willy lo ejemplifica así: “Lo utilizamos para mejorar la calidad de vida de la calidad. Si hay un compañero que necesita el dinero para un transformador para la luz, se saca de ese excedente”.


Novedoso esquema

En la unidad productiva laboran 25 familias, cuatro días a la semana. El esquema de trabajo se decidió de esta forma para que el resto de la semana se pueda dedicar tiempo a las parcelas familiares de 50 hectáreas. Willy señala que si alguien necesita ayuda en su producción familiar, siempre hay cinco o seis compañeros dispuestos a colaborar.

Como el cambio que buscan abarca todos los niveles, en la unidad de producción no utilizan agrotóxicos ni alimentos concentrados para las cachamas. En le primer caso, el desmalezamiento es de forma manual, y en el segundo, los peces se alimentan con maíz, flores, yuca y frijoles, productos que da la propia tierra.

Al ser consultado por los salarios que reciben, Willy lo explica con términos sencillos: “Quienes trabajamos no tenemos un sueldo fijo, porque estamos tratando de construir un modelo de producción diferente, entonces no vamos a trabajar con los mismos métodos capitalista que son pagarte, pagarte, pagarte y pagarte”.

“Acá ganamos todos igual. Nuestro ingreso semanal o quincenal es lo que se vende de la leche, que se divide entre el número de socios. Entonces trabajamos para mejorar la producción de leche y en la medida en que aumenta, ganamos un poco más. A medida que mejoramos el peso de las cachamas, entonces vendemos un poco más. No es una salario fijo para cada uno, porque sino estaríamos cayendo en lo mismo: yo mando y te pago, pero esa no es la idea”, enfatiza.


Como todo lo que se define en la unidad de producción, el proyecto de autoconstrucción de viviendas no fue ajeno a las asambleas en las cuales acordaron los planes para levantar casas. “La comunidad conformó la asociación cooperativa Zamora Vive 2011 -explica Willy-. La alcaldía del municipio Pedro Camejo nos dio los materiales, pero nosotros diseñamos el plano, el sistema de distribución de aguas blancas y negras, el sistema de electricidad, y los modelos de techos y ventanas. Incluso nosotros hicimos los bloques”.

Para la construcción de las viviendas, “todo se hace aprovechando el potencial interno que existe en el consejo comunal. Tenemos personas que trabajan herrería, albañilería y electricidad. Aquí nos ahorramos el capital humano que se va para los ingenieros y así buscamos construir un mayor número de viviendas. Ya van seis casas que se entregarán a las mismas comunidades que trabajan aquí”, resume.

Willy tiene muy claras sus motivaciones a la hora de trabajar, las mismas que comparte con sus pares: “El convivir con las personas, estar asociados con los compañeros, dialogar sobre las problemáticas que existen y ver en qué se puede ayudar para solucionar algún inconveniente”.

“La convivencia siempre es buena, aunque en una asamblea podamos discutir y tener visiones diferentes. Pero después trabajamos según la planificación, y siempre nos reunimos en las tardes o los fines de semana para hacer un partidito de fútbol”, finaliza Willy, aunque acota algo fundamental: “La cancha de fútbol también fue autoconstruida”.

(Publicado el 4 de enero de 2012 en www.avn.info.ve - Fotos: Emilio Guzmán)