jueves, 16 de mayo de 2013

Historia de una foto: El barco de cemento


Estamos a mil metros. Es una silueta recortada en la noche que desentona con todo lo que lo rodea: algunos árboles y el llano de la tierra cortado por los arroyos que forman el río Paraná, las estrellas en un cielo negro e inmenso, y ese silencio profundo que nos dice que no hay nada alrededor en varios kilómetros de distancia. 

Fueron doce horas navegando en el Horacio, desde San Nicolás. Primero entrar por el arroyo Pavón y remontarlo acompañados por el ronroneo del motor y las charlas de Reinaldo, el capitán de ese “crucerito”, como él lo llama, y con el cual se acompañan desde hace treinta años. Cuando el Pavón da sus últimos suspiros, la opción es el arroyo Victoria, en la provincia de Entre Ríos, y otra vez a remontar las últimas horas.

Esa silueta, a la que llegamos pasadas las ocho de la noche, es un barco que hace años se deja comer por el río, como si se entregara a un ritual perdido. Es uno de los tres navíos de cemento que quedan en Argentina.

“Hubo una creciente –recuerda Reinaldo-, y el barco quedó arriba de la tierra. Pasó el tiempo y se fue a pique al río. Por eso ahora se ve solamente la popa. Cuando estuve la primera vez, hace más de veinte años, estaba casi todo afuera del agua”. 


El barco de cemento, con 60 metros de eslora, y que se encuentra en la unión de los arroyos Victoria y La Batea, fue trasladado a ese lugar desde el Riachuelo, en La Boca. Era 1965 y su dueño, Nicolás Sfeir, se encargó de remolcarlo todo ese trayecto con el objetivo de instalar en su interior una procesadora de pescados. Para poner en funcionamiento la empresa, desde Mar del Plata fue enviada toda la maquinaria: un honro rotativo de entre 7.000 y 8.000 kilos, una moledora, una secadora y un sinfín de ocho metros para trasportar la harina para su embolsado. La embarcación además contaba con una caldera a presión y un grupo electrógeno. Ahora, con el paso del tiempo surcando el cemento, poco queda: dos malacates que resisten la erosión y un mástil de acero que funcionaba como guinche.

La procesadora de pescados funcionó por un tiempo, pero Reinaldo recuerda que cerró porque eran tiempos de escasez de sábalo, pescado que utilizado para obtener harina y aceite.

“Es una lástima que El Ñato se haya muerto hace unos años –dice-. Vivía en un rancho de por acá y trabajó en el barco. Era el encargado de contar la historia, hasta salió una vez en televisión”.

Cuando la fábrica cerró, el Ñato se llevó mucha maquinaria, pero con su muerte los chatarreros entraron en acción, porque en el Paraná los testamentos se escriben sobre sus propias aguas y en sus correntadas y remansos profundos.

La escasa información sobre este tipo de barcos señala que fueron utilizados en la Primera Guerra Mundial, debido a la escasez de acero. Se calcula que entre 1917 y 1918, Gran Bretaña construyó barcazas, remolcadores y pesqueros de concreto. Por su parte, Estados Unidos produjo 12 vapores de cemento. 


Estos barcos tenían las líneas similares a los buques de acero, pero requerían de cascos de un espesor mucho mayor para tener su misma resistencia. Entonces se empezó a utilizar portland, por ser un material más liviano, pero seguían siendo más pesados que los buques convencionales.

En Argentina hay otros dos barcos de este tipo. Uno se encuentra en el río Luján, en el Delta Bonaerense, y en la actualidad sirve de muelle del club náutico Belgrano. El otro buque descansa en la Costanera Norte, frente al Aeroparque de Buenos Aires, y se puede ver cuando se producen bajas importantes del río.

Ahora en el Paraná, apenas se observa la popa, cada vez más recta al cielo. Y el timón y la marca de la última creciente. Eso queda de un buque que nadie sabe si fue traído a Argentina desde Europa o fue construido en el país, en épocas de invenciones y bonanzas.

Reinaldo dice que el río está socavando cada vez más el barco y que en algunos años no quedará nada. Porque el agua va rodeando a ese mastodonte de cemento, lo lame, parece que lo acaricia, pero en realidad lo va llevando al fondo de la propia historia del Paraná.

(Publicado en la revista Sudestada, mayo de 2013)

miércoles, 15 de mayo de 2013

Cuando atraparon a La Bestia


(Cuando el periodista -y gran compañero- Pablo Llonto me contó la historia de César Romero no la podía creer. Principalmente, porque La Bestia había vivido en Pergamino durante muchos años y en la ciudad se había formado como boxeador. La historia la escuché mientras Pablo y el Canga Bonet recordaban a Romero en un estudio de radio de Pergamino. Pablo había venido a la ciudad a presentar ese librazo-investigación-denuncia que es “La Vergüenza de todos”, sobre el mundial de fútbol que la dictadura militar argentina capitalizó y utilizó para tapar el genocidio que estaba cometiendo en 1978. Después Pablo me dijo que escribiera la vida de Romero para la Revista UnCaño. Le hice caso y salió publicada, no sé muy bien cuándo. Ahora la encontré y la comparto). 

En ese instante donde la mente está a punto de borrar todo lo imaginado, cuando nada importa y sólo se respira la posibilidad de la muerte, pensó en los mellizos. También observó, en una fracción de segundo, por dónde venía la policía. Después, el sonido de los disparos se enredó con sus puteadas y el olor a pólvora que le colgaba de una mano. Las balas zumbaban y la pistola martillaba frente a sus ojos. Pero, por última vez, en lo único que pensó fue en su familia. Y en ese instante entendió que cuando las balas rozan la vida nadie puede pensar en nada. Ahí agazapado, calculando los movimientos de los uniformados, César La Bestia Romero cumplió como pocos sus códigos de lealtad y amistad.

Ocho días atrás había rozado la gloria con los puños. Llegó a Montecarlo clasificado sexto en el ranking mundial de los mediopesados del Consejo Mundial de Boxeo y con 21 peleas como profesional, de las cuales ganó 15 (12 por nocaut), igualó 3 y perdió 3. Si triunfaba ante el venezolano Fulgencio Obelmejías estaría a un paso de competir por el título mundial contra el estadounidense Michael Spinks. Otro argentino viajó para realizar las peleas de semi fondo: Juan Domingo Martillo Roldán chocaría con André Mongelema.

En la historia de Romero quedaba una infancia humilde de familia obrera con siete hermanos. De niño, recordaba que “a nosotros nunca nos faltó nada” e imaginaba un futuro como abogado. “Yo me hacía la idea de que iba a ser un tipo así, medio paladín. Paladín en el sentido de ser el que sacaba la cara por los amigos”. Romero, o como le decían sus amigos, Che Grandote, todavía no fantaseaba con una carrera boxística. Las necesidades cotidianas lo llevaban a “changear” en la puerta de un club de golf y entre los ocho y doce años a trabajar en una fábrica textil.

A los once dejó marcado en su cuerpo el primer tatuaje que luego se multiplicaría en casi treinta figuras diseminadas por toda la piel. Un águila en el pecho fue la marca registrada cuando su vida se definía en los cuadriláteros. La Bestia abría los brazos, los extendía debajo de las luces y el águila se inflaba en el pecho. Las alas de tinta escapaban del cuerpo y parecía que se enroscaban en su espalda, atrapándolo.

A esa edad también fue su primera entrada a una comisaría. “Resulta que me topé con un tipo en curda en la puerta de un billar. El tipo no quería dejarme entrar y empezó a manotearme y a amenazarme. Le dije que no lo hiciera y nada: me insultó fiero. Entonces logré abrir la puerta y de un piñazo en la cara lo enterré debajo de la mesa de billar”, recordó a la revista El Gráfico. El resultado fueron tres días en las sombras.

Desde los 15 a los 17, sus entradas y salidas en comisarías se alternaron con trabajos ocasionales: repartidor de soda y vino, chapista, bañero, obrero en una fábrica de peines y constructor de caños de cemento. Luego de seis meses preso por robar un depósito de quesos en Liniers, la policía se cruzó nuevamente en su vida. “No había pruebas pero un chabón tiró mi nombre y terminé pagando las cosas que había hecho y que no había hecho”, afirmó. El peregrinaje lo llevó por los penales de Olmos, Mercedes y Villa Devoto. Detrás de esas rejas comenzó los entrenamientos.

De las tumbas a la familia

En marzo de 1978, en medio de la noche, las puertas se abrieron y Romero se reencontró con la libertad. “Viajé como pude a mi casa y cuando llegué, a las cuatro de la mañana, a la primera que encontré fue a mi vieja. Lloré por primera vez y juré: nunca más, nunca más...”. Al poco tiempo fue al Chaco con sus padres y a los tres meses debutó en el boxeo amateur. Después se trasladó a Pergamino y su carrera tomó forma. En total, Romero estuvo encarcelado cinco años y seis meses.

El Canga Bonet fue su entrenador en esa ciudad. Junto al boxeador José María Flores Burlón, La Bestia inició sus primeras armas de forma seria y responsable. Bonet lo recuerda como “un chico con un corazón como una mesa”, que al llegar logró lo que pocas personas al salir de la prisión: “En los años más duros, cuando vos no tenés ni para morfar, jamás tuvo una mínima insinuación de eso. Era un tipo formidable, se metió de novia con la que después fue su mujer, Alejandra, y tuvo dos hijos mellizos. Lo único que me acuerdo que me decía era que para los hijos quería lo mejor. Yo viví la peor época de su vida, cuando una persona sale de la cárcel y hubo que reinsertarlo”. Mientras entrenaba, retomó su trabajo de chapista y, periódicamente, era visitado por una asistente social.

“Se entrenaba de amateur tres veces por semana –explica Bonet- Era muy duro, muy torpe, pero era un tipo fortísimo, lo tenías que sacar del gimnasio. Se cuidaba, no tomaba, si le decías que tenía que correr cuatro kilómetros, corría siete. En Pergamino lo querían toneladas”.

Flores Burlón también retrocede en el tiempo y habla sobre su compañero de entrenamientos: “Si tenía que brindarse por vos se brindaba, no había ningún problema. Aparte era muy puntual para ir a correr a la mañana, para ir al gimnasio, para todo”. De esta época le quedó inmortalizado el apodo: La Bestia. Resumía su forma de entrenar, incansable.

La carrera de la La Bestia comenzó a escalar y en poco tiempo se hablaba de él en Buenos Aires y en especial en el Luna Park. En Pergamino, Romero le diría a sus allegados que no quería volver a Buenos Aires. Tal vez para cuidar a su familia, o para que la tentación no se le cruzara a la vuelta de la esquina.


De Europa a Isidro Casanova 

El 6 de julio de 1984 comenzó su último viaje. Partió hacia la pelea más soñada por los boxeadores: la que abre la posibilidad de combatir por la corona máxima.

Su entrenador era Ricardo Martinetti, que rememora las semanas previas: “La preparación fue muy intensa y él estaba muy bien, pero había tenido unos problemas: lo habían lastimado en las costillas”. Haciendo guantes con Martillo Roldán, una mano le llegó fuerte y Romero no se pudo recuperar de la fisura de dos costillas.

“Tito” Lectoure y el equipo que acompañaba a Roldán viajaron también a Europa. A ellos se sumaron el hermano de Romero, Saúl, y su amigo Daniel Rodríguez. Durante los días en que el boxeador preparó su físico y mente para enfrentar a Obelmejías, ninguno de sus acompañantes se mostró demasiado. La única vez que llegaron hasta el lugar donde entrenaban, Romero pidió permiso para que ellos pudieran entrar como observadores.

La pelea fue difícil. La experiencia, dicen algunos, pesó demasiado. Obelmejías lo doblaba en combates y las crónicas de la derrota por puntos le achacaron su falta de reacción y no poder descifrar los planteos de “un boxeador con inteligencia y recursos”.

Martinnetti analiza que “se le hizo la pelea difícil, pero fue muy pareja: así como perdió, podría haber ganado”. Al otro día, quien dio su opinión fue Horacio Accavallo: “En cuanto a Romero, yo sigo creyendo en él. Me gusta su base de peleador. Ayer pagó el tributo a su inexperiencia internacional frente a un rival ducho”. El propio Romero declaró sus pareceres y se sinceró diciendo que “se me fue de las manos de una forma increíble”. Dolorido por su actuación, La Bestia relató “que nunca lo pude agarrar con una derecha neta. Le tiré como veinte y las amortiguó bien”.

La vuelta al país fue silenciosa y rodeada por la incertidumbre del futuro. En el avión, Lectoure le dio ánimo, prometiendo una nueva fecha para el título argentino. La Bestia había comprado regalos: dos autitos para sus mellizos, una botella de chianti para su padre y recuerdos para su esposa, su madre y algunos amigos.

El lunes 16 de julio, a las nueve de la mañana, el avión carreteó la pista. Ocho días después, César Romero sería nuevamente tapa de los diarios.

Martinetti señala esa última semana, cuando Romero se encontraba descansando: “No tenía contacto con él. Para mí fue una sorpresa terrible, un dolor muy grande, que me llevó a dejar el boxeo. Yo era entrenador, hacía poco que había dejado de boxear y me amargó mucho, dediqué a mi vida en otra cosa y recién ahora volví”.

Los titulares llevaban letras catástrofes: “Boxeador y asaltante: abatieron a César Romero en Isidro Casanova”.

El lunes 23 a la mañana, La Bestia junto a su hermano Saúl llegaron a la casa de Rodríguez. Tomaron mates, dijeron que iban a arreglar un auto y salieron. Una hora y media después, en la comisaría de Ramos Mejía, denunciaron el robo de un auto que se dirigió a hacia la administración de la empresa de transportes La Plata. Pertrechados con armas cortas y largas, los hermanos Romero, Rodríguez y Carlos María Centurión bajaron. Los acompañaban dos personas más en otro auto. El botín fue de 2.500.000 pesos argentinos. En pocos minutos llegaron a la compañía de transportes Almafuerte en Isidro Casanova, pero la policía estaba avisada. El tiroteo duró 40 minutos y el barrio se estremeció. A los hermanos Romero las balas policiales los alcanzaron al igual que a Rodríguez y Centurión.

Después de tantos años, Martinetti esgrime la razones que tuvo La Bestia para participar en los asaltos: “Creo que no quería hacer más lo que hizo, creo que fue inducido por sus amigos, como que podría ser el último robo, pero es una fantasía mía, no sé la realidad”.

Bonet, su primer entrenador, también recrea sus ideas: “Cuando se fue a Buenos Aires, medio que no me gustó. Él siempre decía que no quería volver. Fijáte la comparación: estuvo durante cuatro o cinco años en Pergamino boxeando y nunca tocó ni un dedo. Se va a Buenos Aires, está en su mejor momento de la carrera deportiva porque viene de pelear con Obelmejías, iba a estar metido en el ranking del mundo, era un tipo que iba a gustar en Estados Unidos, no tenía ningún sentido que fuera a robar. Estoy seguro que fue por acompañar a sus amigos, no me cabe ni la menor duda”.

Romero había declarado a la prensa que su vida era otra y si llegaba a hacer una “macana, prefiero la boleta antes que volver”. Su principal objetivo era que sus hijos estudiaran y alejarlos de los golpes como salida para abrirse camino. Todos coinciden en que lo que más disfrutaba era estar en familia y contarles a los mellizos historias sobre sus tatuajes. Arriba del ring, dice Martinetti, “tenía el ángel del boxeador agresivo, fuerte. Daba ganas de comprar una entrada y verlo pelear”.

César Romero había nacido el 25 de enero de 1955 en Merlo, provincia de Buenos Aires. Cuando la policía lo mató sólo tenía 29 años.

(Publicado en revista UnCaño)

martes, 7 de mayo de 2013

Una hipótesis sobre la generación beat


La generación beat en Estados Unidos conmocionó al sistema. No fue revolucionaria, ni se lo propuso, pero logró insertar una variante en el pensamiento único: vivir al margen del sistema.

Los beatniks nunca buscaron hacer explotar las estructuras del capitalismo ni derrumbar el imperialismo estadounidense. Una muestra de esto es la figura de Jack Kerouac, escritor insignia de esa generación, que en sus últimos años mostró un discurso reaccionario, anticomunista y donde el derrotismo lo acompañó hasta su muerte. Pero el hecho de proponer una nueva forma de vida, inquietó (como mínimo) a quienes sostienen el sistema en Estados Unidos.

La generación beat, madre indiscutida del movimiento hippie, disparó una fuerte crítica contra la sociedad de consumo y por eso apostó, en la teoría y en la práctica, al movimiento hacia otros parámetros. ¿Cuántos millones de estadounidenses abrazaron las ideas beat, y posteriormente al hippismo, durante la década del sesenta y parte de los años setenta? ¿Dos o tres millones de personas? Tal vez más. Una cifra que puede resultar pequeña para Estados Unidos, pero importante a lo que se refiere al consumo. Si esa masa de gente apostaba a vivir diferente, correrse hacia los márgenes de la sociedad, habitar la tierra con simpleza produciendo buena parte de sus alimentos, construyendo sus casas y rechazando el consumo de tecnologías, no es de extrañar que las cuentas de los poderosos (empresarios, banqueros, magnates petroleros, etc.) no cerraran del todo. La onda expansiva que podría resultar de esta “nueva vida” seguramente -como se comprobó tiempo después-, puso en alerta máxima no sólo a los tecnócratas de la economía, sino a las estructuras de inteligencia y represión interna estadounidenses.


Un buen ejemplo se observa en “Los vagabundos del Dharma”, de Kerouac. La mayoría de los personajes (hombres y mujeres de carne y hueso) viven en el campo, en casas humildes, con apenas algunas cosas para subsistir; ellos son los “white trash” de hoy.

El descenso del consumo dentro de Estados Unidos que podría desprenderse del movimiento hippie no fue visto con buenos ojos por el poder, principalmente porque el sistema capitalista basa su acción en el consumo desbocado.

La crítica de los beats a esta característica era una piedra bastante grande en el zapato de los dueños del mundo. Por supuesto que desde esta generación la crítica puede ser, a su vez, criticada por inconsistente, falta de una teoría dura, o calificada como una moda pasajera, pero sin duda las alarmas visibilizadas por los beatniks no nacieron de mentes alucinadas o hundidas en drogas; como todo movimiento histórico tiene razones concretas. Detrás de los beats estaba la Segunda Guerra Mundial, la crisis de ese entonces que atravesaba el planeta y muchos de ellos eran los hijos de la Gran Depresión de los años treinta.

En la década del cincuenta, si Estados Unidos mostraba al mundo sus adelantos tecnológicos y presentaba como verdad única el “American Way of Life”, los beatniks llegaban para cuestionar este dogma.

Quien hizo un acercamiento sobre la generación es el escritor estadounidense Norman Mailer, en su libro “Caníbales y cristianos”, publicado en 1966. Para Mailer, los beats encarnaron “una revolución modesta, y suicida en el centro de su pasión. En lo más militante, aspiraba a la inmolación más que al poder, lo único que deseaba era que se la dejara lo suficientemente libre como para autoconsumirse. Todavía hacia la mitad de los años cincuenta los liberales reaccionaban con un profundo terror, con contumelia y con ridículo a sus manifestaciones, como si su propio suicidio colectivo (el terror personal del espíritu liberal es invariablemente el suicidio, no el asesinato) tuviera que encontrarse en el gesto de lo beat”.

La generación beat y el movimiento hippie tuvieron un fuerte impacto que desconcertó los planes sistémicos. El cuestionamiento más radicalizado al modelo estadounidense era representado por Malcolm X y posteriormente en el partido Panteras Negras

Con los beats y el hippismo, el sistema desplegó una metodología de cooptación, desgaste y asimilación, esta última a través de la publicidad y banalización de las ideas y líderes. Con Malcolm X utilizó el asesinato y con los Panteras Negras su total destrucción utilizando la persecución, la represión y los estupefacientes.

(Publicado el 6 de mayo de 2013 en www.marcha.org.ar)